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Del plagio como una de las bellas artes

Julio César Londoño
28 de agosto de 2010 - 02:58 a. m.

EL ALUD DE COMENTARIOS QUE PROvocó mi columna del sábado anterior (¡ciento ochenta y ocho!) se explica por la alta temperatura del tema, homosexualismo + religión, y porque algunos leyeron de prisa y vieron plagio donde sólo había rigor.

En efecto, la columna contenía una colección ajena y probablemente anónima o colectiva de barbaridades levíticas pero aclaré, con la honradez propia de los pobres (por eso estamos como estamos), que las había tomado de la red. Es decir, lo que hice fue una cita, que es justamente el antónimo del plagio.

El robo es uno de los pocos vicios que no practico. Por respeto al periódico, a los lectores y a mí mismo, procuro no robarle nada a nadie en sábado, o robo con mesura, como he hecho por ejemplo con William Ospina, de quien he tomado algunas cosillas: giros, ideas, algunas líneas… un día un párrafo entero, pero no más. Curiosa o noblemente, el hombre nunca me ha dicho nada. El árbol no echa de menos una hoja. Sólo una vez me pareció advertir una sombra de reproche en sus palabras: “Los escritores no leen nada —en ese entonces él era poeta y yo escritor—, son sordos, viven extasiados con el sonido de su propia voz, y cuando leen algo es para ver qué pueden raponear”. Entonces tuve una inspiración súbita y casi propia y recité: “El camino es la rueda del otoño atascada entre las nueces”. Al instante el hombre, admirador rendido de los versos absurdos y deslumbrantes de Fernando Denis, se tranquilizó como si le hubieran ungido las orejas con un mantra balsámico y potente.

Salvo que se trate de un raponazo muy torpe, legislar en materia de plagio es difícil. El juez debe determinar dónde terminan los lugares comunes, las ideas recurrentes, las infinitas variaciones y las inevitables coincidencias en torno a las siete metáforas primigenias, y dónde comienza el palimpsesto sospechoso. En cambio André Gide salta sobre todas estas minucias y sentencia: “El plagio se justifica cuando involucra el asesinato”. Seguro pensaba en plagiarios de alto vuelo, como Shakespeare, saqueador de centones; como Goethe y Hawthorne, saqueadores del folclor, sujetos que mejoraron tanto lo robado que ya a nadie le importa de quién era el original.

Pero también hay cacos infames, claro, como Camilo José Cela, ese ilustre gilipollas al que no le tembló la mano para robarse la novela que una maestra de escuela mandó a un concurso donde él fue jurado.

Paul Valéry recomienda ser original “porque los semejantes perecerán”. Nietzsche dijo que el ser humano es un animal que quiere ser diferente. Harold Bloom escribió: “Un poema, una novela u obra de teatro se contagian de todos los trastornos de la humanidad, incluyendo el miedo a la muerte, que en el arte de la literatura se transmuta en la pretensión de ser canónico, de confundirse con la memoria social o común”.

Pero ser original es poco menos que imposible. Para empezar, trabajamos con un idioma que es ya una tradición, una manera de estar en el mundo, un corpus de palabras y expresiones pulidas por los siglos y las generaciones. Y encima tenemos las influencias, es decir, los vicios y las destrezas de nuestros maestros; y atrás, varios milenios de alta literatura, una muchedumbre de escribas insomnes que han ensayado las mil y una maneras de respirar la frase y de nombrar la rosa.

De manera sorpresiva, el comentario más lindo y más humilde sobre el tema lo puso un argentino al frente de un libro titulado Fervor de Buenos Aires: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”.

 

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