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Depresión y democracia

Paul Krugman
16 de diciembre de 2011 - 11:00 p. m.

Es tiempo de llamar a la situación actual como lo que es: una depresión.

Cierto, no es una repetición total de la Gran Depresión, pero eso no sirve de consuelo. El desempleo tanto en Estados Unidos como en Europa sigue siendo desastrosamente elevado. Los dirigentes y las instituciones están cada vez más desacreditados. Y los valores democráticos están bajo sitio.

En ese último punto no soy alarmista. En el frente político como en el económico, es importante no caer en la trampa del “no es tan malo como”. El alto desempleo no está bien sólo porque no ha alcanzado los niveles de 1933; no se deberían desestimar las tendencias políticas ominosas sólo porque no hay un Hitler a la vista.

Hablemos en particular de lo que sucede en Europa; no porque todo vaya bien en Estados Unidos, sino porque no se comprende ampliamente la gravedad de los acontecimientos políticos europeos.

Primero que nada, la crisis del euro está matando al sueño europeo. La moneda compartida, que se suponía uniría a los países, ha creado, en cambio, una atmósfera de amarga acrimonia.

Específicamente, las exigencias de una austeridad aún más severa, sin ningún esfuerzo por compensar para fomentar el crecimiento, han hecho un daño doble. Han fallado como política económica, empeorando el desempleo sin restaurar la confianza; ahora se ve factible una recesión en toda Europa aun si se contuvo la amenaza inmediata de una crisis financiera. Y generaron un enojo inmenso, y muchos europeos están furiosos por lo que se percibe, justa o injustamente (o, en realidad, un poco de ambos) como un ejercicio del poder alemán de mano dura.

Nadie familiarizado con la historia de Europa puede ver este resurgimiento de la hostilidad sin sentir escalofrío. No obstante, es posible que estén sucediendo cosas peores.

Los populistas de derecha no están en ascenso en Austria, donde el Partido de la Libertad (cuyo dirigente solía tener conexiones neonazis) contiende a la par en las encuestas de opinión con partidos establecidos, ni en Finlandia, donde el partido antiinmigración Verdaderos Finlandeses tuvo un fuerte resultado electoral en abril pasado. Y se trata de países ricos, cuyas economías se han sostenido bastante bien. Las cosas parecen aún más ominosas en los países más pobres del centro y el este de Europa.

El mes pasado, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo documentó una caída pronunciada en el apoyo público a la democracia en los “nuevos países de la Unión Europea”, los que se unieron a ella tras la caída del muro de Berlín. No es de sorprender que la pérdida de fe en la democracia haya sido mayor en los países que sufrieran el desplome económico más profundo.

Uno de los principales partidos de Hungría, el Jobbik, es una pesadilla sacada de los 1930: es antirroma (gitanos), es antisemita e, incluso, tuvo un brazo paramilitar. Sin embargo, la amenaza inmediata proviene del Fidesz, el partido gobernante de centro derecha.

El Fidesz ganó una abrumadora mayoría parlamentaria el año pasado, al menos en parte por razones económicas; Hungría no tiene al euro, pero sufrió gravemente por préstamos a gran escala en divisas extranjeras y, también, para ser francos, gracias a la mala administración y la corrupción por parte de los entonces gobernantes partidos liberales de izquierda. Ahora Fidesz, que impuso una nueva Constitución la primavera pasada con una votación de política partidista, parece inclinado a establecer un control permanente sobre el poder.

Los detalles son complejos. Kim Lane Scheppele, quien es el director del programa de Asuntos Públicos y Derecho de Princeton —y ha seguido la situación húngara muy de cerca—, me dice que el Fidesz está contando con medidas que se traslapan para suprimir a la oposición. Una ley electoral propuesta crea distritos manipulados, diseñados para hacer que sea casi imposible que otros partidos integren un gobierno; se ha puesto en peligro la independencia del poder judicial y los tribunales están llenos de leales a ese partido; los medios paraestatales se han convertido en órganos partidistas, se reprime a los medios independientes y se criminalizaría efectivamente al principal partido izquierdista mediante un apéndice constitucional propuesto.

En conjunto, todo ello se reduce al restablecimiento de un régimen autoritario, bajo un barniz tenue de democracia, en el corazón de Europa. Y es una muestra de lo que podría suceder en forma mucho más generalizada si continúa esta depresión.

No está claro qué se puede hacer respecto al deslizamiento autoritario de Hungría. El Departamento de Estado estadounidense, hay que reconocérselo, ha estado muy pendiente del caso, pero se trata de un asunto esencialmente europeo. La Unión Europea perdió la oportunidad de evitar la apropiación del poder desde el principio —en parte porque se impuso la nueva Constitución mientras Hungría tenía la presidencia rotativa de la Unión Europea—. Ahora será mucho más difícil revertir el deslizamiento. No obstante, sería mejor que los dirigentes de Europa lo intentaran o se arriesgan a perder todo lo que representan.

Y también necesitan reconsiderar sus fallidas políticas económicas. Si no lo hacen, habrá más retrocesos en la democracia; y la desintegración del euro podría ser el menor de sus problemas.

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