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Derechos absolutos y relativos

Rafael Rivas
31 de octubre de 2014 - 02:33 a. m.

Aunque la concepción moderna de los derechos ya no se basa en la idea de derecho natural, de origen divino, la gran mayoría de la gente, guiada por los juristas, está de acuerdo con que haya algunos derechos que sean considerados absolutos.

Por ejemplo, el derecho a no ser torturado. Puede ser que en el fondo sea una construcción social, pero hay un amplio consenso para tratarlo como un concepto incontrovertible, consustancial con la naturaleza de un ser humano moderno. En la práctica, sin embargo, a veces las sociedades amenazadas consienten en vulnerarlo, sin consecuencia jurídica para quienes lo hacen, como lo demuestra el ejemplo de Estados Unidos luego del 9/11.

En Colombia, la evolución de los derechos económicos se aceleró con el desarrollo de la Constitución de 1991, en gran parte por el activismo de la Corte Constitucional, que creía estar siguiendo el ejemplo de sus pares en países avanzados. Cuando los economistas advirtieron que las sentencias que extendían el alcance de tales derechos podrían sobrepasar los límites de la prudencia fiscal, amenazando la sostenibilidad macroeconómica, hubo una corriente influyente de abogados que se defendió alegando que estos derechos también eran absolutos y su aplicación no debería depender de las circunstancias fiscales. Le competía al Estado adaptarse para satisfacer lo que no se podía objetar. Este argumento es muy insatisfactorio para un economista, cuya formación consiste precisamente en entender cómo se asignan recursos escasos en una sociedad descentralizada y democrática.

En Europa, donde de por sí la expansión inicial de estos derechos tuvo un mayor componente de discusión democrática y un menor componente de activismo jurídico, desde la crisis de 2007 se está revaluando su alcance y haciéndolos explícitamente dependientes de la situación económica. Esto es así incluso en el caso de los llamados derechos adquiridos pensionales, que se están reajustando aún para la genta ya pensionada, para hacerlos coherentes con un entorno económico más complicado y la necesidad de preservar un equilibrio razonable entre todas las tareas de un Estado. En varios países escandinavos, por ejemplo, han instaurado reglas para que las pensiones dependan de la evolución de una serie de factores económicos y demográficos. A mayor prosperidad, mayores beneficios.

La aplicación de los derechos económicos en función de la disponibilidad de recursos y de criterios sensatos de equidad probablemente también se debería extender a un ámbito distinto: los acuerdos de La Habana. Una cosa es comprometerse a inversiones de 40 o 60 billones de pesos si uno cree que la tasa de crecimiento anual del PIB pasará de 4% a 8%, en cuyo caso los ingresos tributarios también aumentarán en proporción, y otra es comprometerse a inversiones de esta índole si, como lo sospechamos muchos, la paz tendrá si acaso efectos marginales sobre la tasa de crecimiento del PIB en el mediano y largo plazo. Ni siquiera se puede descartar que, en un ambiente de grandes cambios e incertidumbre, pueda haber traumatismos macroeconómicos serios. Por su parte, demostraría poca voluntad real de paz de las Farc si su desmovilización y cese de actividades dependiera de que la sociedad asuma compromisos económicos que resultan imposibles de cumplir.

Alguien podría alegar que para causar ese efecto multiplicador sobre el PIB hay que empezar a invertir, y que eso complica un condicionamiento como el que se sugiere. Y puede ser cierto, lo puede complicar. Pero es mejor adoptar fórmulas un poco más complejas y compromisos más flexibles, que lanzarse a la topa tolondra a acometer gigantescas inversiones sin saber cuál va a ser la situación financiera y fiscal del país, ni cuál va a ser el efecto de tales inversiones. Sería prueba de que se está negociando con cabeza fría. De lo contrario, estaríamos jugándonos la economía a los dados.

 

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