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Desfile de tropas

Juan David Ochoa
29 de marzo de 2014 - 04:00 a. m.

En Colombia, país anestesiado ya por la insania y la exageración de la crudeza, aletargado en la costumbre de verse continuamente destruido entre los dientes de la fatalidad, no es drama ni noticia para el presidente que los estamentos públicos y las ciudades olvidadas por el centralismo se estén desmoronando sobre la misma perdición trillada.

No es anecdótico que Cali colapse por los monopolios del transporte, ni que Medellín esté sitiada por las extorsiones, ni que el Atlántico siga siendo el fortín de las mafias y de los nuevos caciques de una política prostituida. En Colombia, país de las hipérboles siempre superadas, lo inaudito es una página frívola del caos, y el presidente aparece ante las cámaras solo en la excepción de que un departamento se evapore en una extraña aridez con 20.000 animales moribundos, o en caso de que en el puerto más importante del país se estén descuartizando a sus ciudadanos con las motosierras alegres de una vieja desmovilización sin reglas.

Juan Manuel Santos admite la hecatombe, y envía a su alfil providencial, Juan Carlos Pinzón, para que ponga en su lugar al desmadre repentino del año, como si fuera repentino, como si fuera exclusivamente del año.

Desde siempre Buenaventura es un puerto congelado en los siglos de la esclavitud, sobreviviente en las migajas estatales para su trabajo de rutas y descarga, abandonado en una infraestructura irrisoria y azotado por el tráfico, por la extorsión, por la puja continua de las Farc y los residuos del paramilitarismo mimetizados en Bacrim. Era una bomba de tiempo y lo sabían todos. Pero La bomba estallaría frente al mar, en el sonido sordo de una explosión sin importancia, volvería a ser todo común entre los días comunes del pacifico, sin resonancia, sin trascendencia, sin escándalo. Ya habían colapsado antes otras ciudades y otros departamentos sin mayor relevancia en la anestesia de lo previsible.

Lo que nadie preveía era el colapso progresivo del comercio por físico terror y que nadie querría volver a abrir sus puertas por el espanto a revelar los rostros. El puerto tenía que parar su tráfago sin tregua y amenazar el flujo del comercio a las ciudades interiores para que, por primera vez, en los decenios largos del desmadre, un presidente aceptara que el asunto era serio, que la amenaza era real, y que el puerto del Pacifico era efectivamente un territorio abandonado y acorralado por el anarquismo.

El ministro de defensa entra en la imponencia mesiánica y recorre las calles de otro siglo. Nadie habla en el cuidado de las futuras represalias, nadie comenta los detalles de una vida amedrentada.

El placebo ahora son las tropas. Un desfile pasajero de poder sobre las llagas del tiempo.

 

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