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Después de perder el mar

Armando Montenegro
24 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

Así como el impacto de la pérdida de Panamá sacudió y avergonzó al país, formó toda una generación de dirigentes y animó una serie de reformas en las dos primeras décadas del siglo XX, la decisión de la Corte de La Haya que otorgó a Nicaragua la soberanía sobre una parte considerable del mar que Colombia consideraba como suyo, debería propiciar cambios profundos en la forma como el país maneja sus asuntos internacionales.

El punto de partida debe ser acatar el fallo, sin consideraciones populistas o patrioteras. Si Colombia, desde el gobierno del presidente Pastrana, aceptó la competencia del Tribunal de La Haya, litigó y presentó sus alegatos ante ese organismo, no tiene presentación que ahora, porque consideramos que el fallo no nos favorece, rechacemos la decisión de la Corte. Las airadas intervenciones del expresidente Uribe, en cuyo gobierno se adelantó buena parte del alegato en La Haya, son francamente desconcertantes. El exmandatario parece dispuesto a probar que, ahora con ánimos electorales, también quisiera trapear con la justicia internacional.

Se debe hacer, en cambio, un examen profundo de las instituciones que tienen a su cargo las relaciones internacionales del país. Desde hace tiempo se ha señalado que la Cancillería se ha manejado como el sector eléctrico en los años ochenta o el de transporte terrestre en los primeros años de este siglo. Buena parte de sus directivas, embajadores, cónsules y funcionarios se escoge de acuerdo con criterios de farándula, amiguismo y politiquería. En muchísimos casos, la capacitación, el conocimiento y la experiencia se ignoran a la hora de los nombramientos.

Colombia, a diferencia de Brasil y Chile, tiene una de las cancillerías menos profesionales y sofisticadas entre los países con un desarrollo económico semejante. Esta debilidad, en un mundo cada vez más globalizado, en medio de asuntos internacionales tan complejos como los de la justicia, el calentamiento global y los intereses económicos en juego, es un factor de debilidad estructural al cual el país no le ha puesto suficiente cuidado.

La Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, como ocurría en el pasado lejano, debería estar compuesta por un grupo de expertos, con rango de embajadores, cuyos conceptos, por lo menos, deberían ser escuchados antes de la toma de decisiones. La conformación actual de esta Comisión, integrada exclusivamente por personas de origen político, que se reúne en forma esporádica, no propicia el examen técnico de los asuntos, favorece el mantenimiento del statu quo y no estimula el examen crítico de opciones alternativas.

El país haría bien en convocar una misión de altísimo nivel, formada por verdaderos expertos internacionales y por versados diplomáticos del país, para que estudie y presente un proyecto de reforma integral del manejo de las relaciones exteriores. La transformación completa de las instituciones internacionales sería la forma positiva de encauzar la vergüenza y el dolor causados por la decisión de La Haya.

De otra forma, de esta crisis no quedaría nada útil. Además de la pérdida del mar, culparíamos a la Corte, compraríamos más fragatas y torpedos y mantendríamos las mismas instituciones que garantizan que el país maneje mal sus asuntos internacionales. Seguiríamos expuestos a nuevos reveses en los foros donde se deben defender nuestros intereses.

 

 

 

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