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Dime qué has hecho y te diré qué harás

Arlene B. Tickner
17 de diciembre de 2014 - 02:59 p. m.

Puede que el resumen ejecutivo, de 499 páginas, del informe del Comité de Inteligencia del Senado, sobre el uso de la tortura por parte de la CIA y su eficacia en la lucha antiterrorista, no contenga grandes primicias.

Entre sus hallazgos más notorios se destacan el uso más extensivo de lo que se pensaba de ‘técnicas mejoradas de interrogación”, como la asfixia simulada (waterboarding) y la privación de sueño; la desestimación intencional del número de prisioneros torturados; la falta de seguimiento y control gubernamental; las mentiras de la CIA al Congreso, la Casa Blanca y los medios de comunicación sobre el contenido y la efectividad de las interrogaciones; y el silenciamiento de aquellos agentes de inteligencia que cuestionaban las tácticas más brutales.

No deja de ser inquietante que en un país que se precia de su tradición democrática y que pretende ser ejemplo para el resto del mundo, se haya convertido en política oficial un programa que muchos reconocían en su momento como ilegal y potencialmente criminal. Igualmente indignante fue el acompañamiento permanente de abogados para defender la “legalidad” de las interrogaciones-torturas, y de médicos y psicólogos para garantizar que los prisioneros las aguantaran. Y simplemente escandaloso el uso de técnicas como la alimentación y la hidratación rectales, cuyo único propósito fue humillar y aumentar el dolor de sus destinatarios.

Pese a esto, una encuesta reciente de Pew Research Center sugiere que los estadounidenses son indiferentes ante este tipo de prácticas. Un 51% considera que los métodos de la CIA fueron justificados, un 56% que la información obtenida mediante las “técnicas mejoradas de interrogación” ayudó a prevenir más ataques terroristas y un 43% que la publicación del informe fue injustificada. A su vez, ha sido notable la escasez de debate público sobre el tema, que se ha limitado en estos días a recriminaciones republicanas sobre el carácter “ideologizado” y supuestamente “falso” del informe.

Aunque, paradójico, no es sorpresivo que la tortura no sea considerada antitética a la democracia. En su libro, Torture and Democracy (2007), Darius Rejali demuestra que entre todos los regímenes políticos, las democracias liberales han sido los más “innovadoras” a la hora de desarrollar tácticas “limpias”. Justamente, Estados Unidos, además de Gran Bretaña y Francia, ha sido pionero en el uso de este tipo de técnicas que, al no dejar marcas en el cuerpo, no sólo pasan más desapercibidas, sino que permiten una perversa legitimación de su legalidad.

Por más comunes, Rejali demuestra que los métodos “limpios” de interrogación violan el derecho internacional, radicalizan a los enemigos, socavan la credibilidad de quienes los practican y arrojan resultados cuestionables en materia de inteligencia, como lo ejemplifica el célebre caso de Ibn al-Shaykh al-Libi, cuyo falso testimonio, obtenido a punta de tortura en Egipto, “confirmó” el vínculo entre Saddam Hussein y Al Qaeda que el gobierno de George W. Bush necesitaba para justificar la guerra en Irak.

Invocar a la seguridad nacional para justificar la violación del derecho nacional e internacional, y ocultar dicha violación luego, bajo la misma premisa de que su revelación constituye una amenaza a la seguridad, es un acto extremo de cinismo. Sin embargo, al adquirir la tortura un carácter “normal” en países como Estados Unidos, difícilmente se avecinan cambios. Parafraseando al dicho popular, de tus impunidades pasadas se conocerán tus pecados futuros.
 

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