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Dios y Muerte

Juan David Ochoa
17 de enero de 2015 - 03:47 a. m.

El choque de civilizaciones que anticipaba la filosofía contemporánea, y la decadencia de Occidente que argumentaba Spengler con su teoría de sociedades asfixiadas por su propia voluptuosidad, subyugadas por las nuevas olas de las civilizaciones alternas, pueden verse claramente ahora, entre la postmodernidad de la fusión total de todos los mundos que hace solo pocas décadas se encontraban divididos en espacio, movilidad y tiempo.

Ese punto histórico de la fusión de mundos y de Dioses no podía ser más horroroso, espectacular y salvaje: un vuelo en vivo y en directo de los dos aviones secuestrados por la religión adversa del cristianismo y colapsados en las dos torres del orgullo paradigmático del comercio Occidental, para dejarlas caer en el incendio y el fragor del mismo odio reprimido en siglos, frente a todos los espectadores absortos del mundo que veían por primera vez lo inconcebible. Esa misma inconcebible realidad sin antecedentes en el tiempo era el mismísimo choque de las civilizaciones opuestas que anticipaba la filosofía y la paranoia de los historicistas. Era el principio de toda la violencia que vendría a reflejar la marea y la náusea de un mundo compacto, el inicio de toda la barbarie que vendría a estallar con su irreconciliable división en masa de las creencias y los juicios. Alá, Yahwéh, y la trinidad ininteligible del cristianismo que adjudica a su Dios los tres nombres de la trinidad y ninguno, estarían de repente unidos con sus ejércitos que reclaman su verdad y su gloria intentando defenderlos en un mismo cuarto oscuro en medio del misterio.

No hay quien pueda sugerir una resolución contundente y visiblemente pragmática al terror que ahora asciende por los nervios de Europa después del atentado a Charlie Hebdo por Al Qaeda, y después del asesinato a 2.000 nigerianos en Baga por otro subgrupo Yihadista. El mismo centro del problema es inefable y surreal: la abstracción unida de tres Dioses que no pueden hablar, que nadie entiende, y que entre toda la historia de su misterio intocable no pueden cuestionarse por pavor a las venganzas del fundamentalismo.

Lo que ningún analista tendencioso podía imaginar era que la guerra más compleja en los principios de este siglo no iba a ser por causas tan mundanas y terrenales como los nacionalismos o las economías entradas en conflictos bélicos para salvarse, sino profundamente religiosas, una vez más, como en las viejas cruzadas del Sultán Saladino contra las puertas de Jerusalén.

La visión trascendental y mística del Yihadismo como medio y fin de vida, contrapone su fervor a la aplacada, cansada y aparentemente tolerante vida Occidental que viene de una larga marcha por revoluciones de siglos que llevaron al hemisferio a una postmodernidad de eclecticismos simples, en donde también cabe la sátira cruel de Charlie Hebdo sin que el espanto se levante. La tragedia de París, por lo demás, no deja de tener el tinte irónico en la manera como la historia juega con sus vástagos frágiles: la partera de todas las repúblicas, de la libertad y de la tolerancia, tendrá que hacer pragmático su idealismo frente al enceguecimiento de su peor enemigo: el extremismo y la imposición macabra de un Dios sobre su democracia. Tendrá también que demostrar que entre toda la retórica democrática de su discurso no dejarán emerger el huevo negro del fascismo que empieza a vibrar por enésima vez entre el calor de los resentimientos. 

 

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