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Dobles contabilidades

Francisco Gutiérrez Sanín
27 de febrero de 2015 - 04:04 a. m.

El presidente Maduro denunció en días pasados que desde Colombia se preparaban —por orden de Estados Unidos— fuerzas paramilitares para invadir a la “patria de Bolívar”.

Yo me tomaría muy en serio tal denuncia. Pero lo haría por razones quizás distintas a las que podrían esperar algunos lectores: no porque tenga algún viso de verosimilitud, sino porque revela el grado de desconexión con la realidad al que ha llegado el discurso del socialismo del siglo XXI. Esta búsqueda de chivos expiatorios es en sí bastante grave; pero a la vez constituye un síntoma de fenómenos alarmantes.

La acusación es fantástica no porque Colombia no tenga una terrible tradición paramilitar —que la mancha, y que constituirá durante muchos años un problema con el que tendremos que lidiar—, ni porque a los gringos les falten ganas de desestabilizar regímenes incómodos para ellos. Sino porque Maduro va lanzando acusaciones sin sentirse obligado a presentar la más mínima evidencia siquiera remotamente creíble de lo que dice. Reemplaza la evidencia por la sospecha, operación que es el alimento del que viven todas las teorías conspirativas habidas y por haber. Es con base en este mismo tipo de supuesto indicio que el gobierno venezolano reprime a la oposición y encarcela arbitrariamente a sus principales críticos.

Mientras varios gobiernos de izquierda en América Latina cosechan éxitos notables y dejan un patrimonio sobre el que se pueden construir avances sociales, el proyecto chavista pierde las principales asignaturas. Su fracaso democrático es claro; el balance en términos de desarrollo, malísimo. ¿Cómo se realinean frente a esto nuestras fuerzas políticas? Como me he vuelto seguidor apasionado de Twitter noto con alarma una proliferación de agresivas contabilidades dobles. Por ejemplo, David Barguil lanzó el siguiente mensaje: “Y ahora, con lo que está pasando en Venezuela, ¿dónde aparecen los defensores de los derechos humanos?” (cito de memoria; Barguil me corregirá). En lugar de usar las injusticias de Maduro para darles garrote a los defensores colombianos, Barguil debería hacerse dos preguntas. Primero, ¿no habrá evolucionado la situación en estas últimas décadas? Al fin y al cabo, uno de los críticos más duros del presidente venezolano es precisamente el sistema internacional de derechos humanos (¿por qué no visita la página web de Human Rights Watch?). Segundo: ¿qué ha hecho él mismo para defender a las víctimas de los abusos de los gobiernos que sí le han gustado? ¿O, mirando a nivel regional, qué tiene que decir sobre los horrores del paramilitarismo en su propio departamento? ¿Será que eso ya cae muy cerca?

Es que atacar a los enemigos que se portan mal es parte del proceso de aprender a defender los derechos; pero es la inicial, y no la más grande. La otra, la grande y difícil, es atacar a los amigos cuando se pasan de la raya —o defender a gente que está del otro lado de las mil barricadas que nos dividen, cuando ella ha sufrido algún atropello—.

Mi hipótesis: si queremos tener alguna vez una vida pública razonable, hay que comenzar a acotar las contabilidades por partida doble. Me conformo con una limitación razonable. Naturalmente, esto aplica también a la izquierda colombiana, que con estos episodios ha quedado en situación incomodísima. Cierto: hay redes y solidaridades. Pero existió un siglo XX: y ya sabemos qué consecuencias tienen derivas como las de Maduro. La izquierda electoral colombiana —con sus miles de víctimas, sus legítimas demandas por más derechos, y su sobrerrepresentación de constitucionalistas, abogados y filósofos del derecho— nació y creció al calor de la Carta de 1991, que representa todo lo que no es Maduro. Ignorar esta contradicción sería... ¿cómo decirlo? Un autosuicidio.

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