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Donde el cura regaña

Lorenzo Madrigal
22 de septiembre de 2013 - 10:00 p. m.

El cuento es de un amigo que habiendo olvidado la palabra púlpito, la reemplazó rápidamente: “Bueno, ahí donde el cura regaña”.

Me sorprendió el rodeo verbal; acepté que dijera cura, término despectivo, por tratarse del cura párroco. Yo, feligrés común, solía escuchar atento la homilía y algunas cosas me llegaban, otras se me borraban y de otras me apartaba, entendiéndolas como aportes propios de la índole del predicador. Humanos somos. No lo veía solamente como un regañón, pero mi amigo sí, y con alguna razón.

Distintos son los regaños que el autocrítico papa Francisco está profiriendo cada día en el interior de la Iglesia. No está castigando al sumiso público que colma los templos, a veces cambiando de pierna, por falta de bancas y pensando en lo que hará enseguida, tras el último amén.

El papa regaña y en ocasiones de manera destemplada (aquello de las “monjas solteronas” no debió caerles muy bien a las carísimas), pero insiste en que se predique más el amor y la comprensión, confesándose él mismo perplejo y pecador en contraste con la embestida de algunos eclesiásticos frente a temas que los enervan, como el matrimonio homosexual, la píldora, el aborto.

Muy dueño de su iglesia (nuestra iglesia), el papa tiene a muchos en cintura. Ni arzobispos viajeros del mundo, salvo, me imagino, cuando les toca la visita ad límina (deben ir a Roma periódicamente). Ni machismo con faldas, que es cuando se le asignan cargos, o mejor cargas, a la mujer en la Iglesia, pero nunca en la estructura misma de la organización, siendo que “una mujer, María, es más importante que los obispos”.

Francisco tiene la sonrisa más amable del mundo actual, pero al mismo tiempo es capaz de mostrar el rostro más severo. Y él lo reconoce, es que él reconoce todo; se dice desordenado y mandón. Ya su eminencia Tarcisio (así se llama mi gato) saltó del tejado de la Secretaría de Estado a otro puesto curial. Iba a ser papa y resulta removido.

El pontífice emérito, Benedicto, pobrecillo, debe languidecer al piano en el convento adyacente. Serio, ensimismado, todavía lo veo caído sobre los mármoles de la basílica, tras el arrojo de una feligresa loca. Del cual accidente se dice que murió más tarde un cardenal, a quien el alboroto le rompió la osteoporosis. Veo al papa Ratzinger con su manito extendida en su natal Alemania, sin que sus mismos obispos quisieran saludarlo. Fue algo insólito.

El papa Benedicto no se metía con nadie, no insultaba a las monjas y ya nos habíamos acostumbrado a que había sido nazi en su adolescencia por fuerza de los hechos: había una bondad ilímite en su rostro y mansedumbre en su andar rojizo; una erre, como de ferrocarril, rastrillaba su latín. Si acaso no clasifica para santo, sí estoy seguro de que al papa Francisco lo podrían canonizar en vida tras el milagro de resucitar los Renault 4. Qué loco.

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