Donde respirar es letal

Nicholas D. Kristof
09 de junio de 2008 - 12:18 a. m.

EL MAYOR DESASTRE DEL ÁREA DE salud en China no es el terrible sismo de este mes en la provincia de Sichuan. Es el aire.

El terremoto mató cuando menos a 55.000 personas, generando una respuesta que ha sido reconfortante e inspiradora, incluso con escolares en China haciendo donaciones a las víctimas. Pero, un aspecto escasamente notado es que entre 30.000 y 40.000 chinos mueren prematuramente (se abren cursivas) cada año (se cierran cursivas) a raíz de los efectos de la contaminación en el aire, con base en datos de estudios efectuados tanto por dependencias chinas como internacionales.

En pocas palabras, muere casi el mismo número de chinos cada dos meses a causa del aire que el número de muertos registrado en este terremoto. Además, el problema se está volviendo internacional: justamente de la misma forma que los californianos pueden encontrar zapatos chinos en sus tiendas, ahora también pueden encontrar bruma producida en China sobre su propio cielo.

La Olimpiada de Beijing, a efectuarse en este verano, será un aparador de la explosión económica más notable en la historia, así como de un índice de contaminación entre los más densos del mundo, tanto en el aire como en el agua. Así que he regresado al río Amarillo, en la provincia occidental de Gansú, hasta un aislado poblado que me ha obsesionado desde que lo vi hace ya varias décadas atrás.

Badui es conocido localmente como la “aldea de los burros”. Esto se debe al gran número de personas con retraso mental que vive aquí, aunado a la profusión de malformaciones físicas, salpullidos y defectos de nacimiento. Los residentes tienen la certeza de que los problemas surgen debido a una planta en la cercanía que produce fertilizantes, misma que emite descargas contaminantes para el agua potable.

“Incluso si le tienes miedo, debes beberla”, dijo Zhou Genger, madre de una adolescente de 15 años de edad que es retrasada mental, misma que tiene una joroba. La joven, Kong Dongmei, balbuceaba ininteligiblemente, y Zhou comentó que ella nunca había sido capaz de hablar con claridad.

Zhou levantó la parte trasera de la blusa de su hija, revelando una retorcida y desfigurada masa de huesos.

Una vecina de 10 años de edad, de nombre Hong Xia, observaba mi cámara con ojos llenos de azoro. Los vecinos dicen que ella, de igual forma, presenta retraso mental.

Nada de lo anterior causa sorpresa: la China rural está repleta de “aldeas cancerígenas”, lo cual ocurre a causa de la contaminación proveniente de fábricas. El aire de Beijing a veces tiene una concentración de partículas equivalente a cuatro veces el nivel que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera seguro.

Grupos de científicos han seguido el rastro de nubes de contaminación china a medida que avanzan sobre el océano Pacífico y descienden sobre la costa occidental de Estados Unidos. El impacto sobre la salud estadounidense es incierto.

Con toda imparcialidad, China ha sido mejor que la mayoría de los demás países en la reducción de la contaminación, prestando atención al ambiente en una etapa mucho más temprana del desarrollo que Estados Unidos, Europa o Japón. El


aspecto más impresionante, en 2004, fue que China acogió de buena gana normas más estrictas sobre la economía del combustible de lo que la misma administración Bush estaba dispuesta a aceptar en esos momentos.

La ciudad de Shangai cobra hasta 7.000 dólares por unas placas de automóvil, reduciendo de esta manera el número de nuevos vehículos, al tiempo que China ha plantado millones de árboles y expandido en buena medida el uso del gas natural, con el fin de reducir las emisiones. Si se considera lo que está haciendo la dirigencia china, se desearía que el presidente Bush fuera tan sólo la mitad de “verde”.

Pero, entonces, se divisa la bruma china ... y la desesperanza. El auge de la economía está elevando los niveles de vida enormemente y de muchas formas, pero el precio de la contaminación resultante puede ser brutal. La suciedad está dando origen a protestas populares, pero el gobierno ha reducido en buena medida las organizaciones de la sociedad civil que podrían contribuir en la vigilancia de la contaminación y mantenerla en control.

Wu Lihong, activista del medio ambiente, advirtió durante varios años que el Lago Tai, el tercero más grande de China de agua dulce, estaba en peligro a causa de fábricas de químicos a lo largo de sus márgenes. Se demostró que Wu estaba en lo correcto cuando el lago se llenó de toxinas el verano pasado, poco después que las autoridades lo hubieran condenado a él a pasar tres años en la cárcel.

Aquí en Badui la perspectiva es tan compleja como lo es el desarrollo mismo de China. El gobierno no ha emprendido acciones desde mi última visita al país: la fábrica supuestamente ya no está desechando contaminantes, en tanto las aldeas han recibido agua que, en teoría, es pura. Los pobladores no creen esto por completo, pero reconocen que sus problemas de salud han disminuido.

Más aún, el desarrollo económico ya llegó hasta Badui. Aún es pobre, con un ingreso per cápita equivalente a 100 dólares anuales, pero actualmente hay un camino de terracería que conduce al poblado. En mi última visita solamente era posible llegar a pie.

El camino ha incrementado las oportunidades económicas. Los agricultores han cavado estanques con el fin de criar peces que después son transportados en camiones hasta los mercados, aunque el pescado se cría en agua sacada del río Amarillo, justo debajo de la planta de fertilizantes. Cuando me asomé a uno de los estanques, lo primero que vi fue un pez muerto.

“Nosotros mismos comemos el pescado”, dijo el líder de la comunidad, Li Yuntang. “Nos preocupan las sustancias químicas, pero tenemos que comer”. Además, comentó que hasta donde él sabía los peces nunca habían sido objeto de una revisión de seguridad.

Hoy día, los peces de esta dudosa agua son vendidos a residentes de la ciudad de Lanzhou, que nada sospechan. Aunado a lo anterior, las complejidades y ambigüedades con respecto al progreso ofrecen una ventana a los diferentes matices del auge económico de China.

(*)Columnista de ‘The New York Times’, dos veces ganador del Premio Pulitzer, el último en 2006.

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