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Dos amigos

Marianne Ponsford
13 de octubre de 2012 - 11:00 p. m.

Últimamente me he dado cuenta de que la buena muerte me entristece menos que la mala vida.

Dos amigos queridos han muerto en los últimos días. El iconoclasta, el furioso, el maravilloso, el definitivo Alberto Aguirre, mi maestro de todo y de nada, y Bernardo Hoyos, el elegante, el cultivado, compañero de almuerzos y alguna que otra tertulia de domingo.

Eran tan distintos como el agua y el aceite. Al uno le gustaba el tweed y al otro el algodón. A uno el dry martini y al otro el aguardiente. Uno hablaba de Oxford y el otro de Girardota. No creo que se gustaran demasiado entre sí. Quizás no tenían mucho que decirse. Pero ambos eran lectores serios, y la pasión por la lectura une a la gente más disímil. El uno era acérrimo defensor de la alta cultura, de la prosa refinada de Proust, de las sinfonías de Mahler. El otro, de los humildes, de los marginados, de Lorca y de Morante.

La voz de Aguirre era el desorden del trueno. La voz de Bernardo, el educado violonchelo. Yo siempre los vi viejos, y claro, estaba equivocada, aunque lo supe tarde. Pero así tiene que pasar: viejo es simplemente aquel que es más de quince años mayor que uno, y la cifra que indica quién es viejo aumenta a medida que a uno se le acumulan los años en el cuerpo.

Ambos vivieron su vida con honor. Con convicción, con la forma suprema de la elegancia que significa no traicionar nunca las propias pasiones. Las vidas dedicadas a pasearse por las herencias del espíritu, por la música, por la literatura, por el arte, tienen un núcleo generoso. Y quien vive genuinamente entre espíritus grandes sabe que no queda otro remedio que saberse poca cosa. No eran escritores sino lectores. Y dedicaron su vida al paciente oficio de aprender y de aceptar ser, como los lechos oscuros de los ríos, ruta de pasaje para la grandeza de otros.

El uno vivió en la idílica urbanidad de un Londres y un París casi míticos, el otro se fue a un Madrid todavía arrabalero forzado por las amenazas. No recuerdo que hayan nadado nunca en el agua sucia de las trifulcas banales. Alberto era un hombre sublevado y daba las peleas duras, las de fondo, contra la obsoleta burguesía nacional, y Bernardo en cambio se enconchaba en su templo tranquilo de música y lecturas y tertulias. El uno gritaba que el mundo estaba mal hecho, y el otro se construyó un mundo para aislarse de ese otro tan mal hecho. A Bernardo quizás le hubiera gustado saber que Santos envió sus condolencias, cosa que el presidente hizo, y a Aguirre lo hubiera enfurecido que Santos hubiera enviado sus condolencias, cosa que el presidente no hizo.

No me digan que no fueron vidas coherentes. Vidas hermosas, vidas vividas con una buena dosis de sabia felicidad. Esa es la recompensa de saberse un puñado de versos, de gozar de la música callada, y de tener el alma atenta a lo que importa. De no hacer de la vida un ejercicio de elogio del dinero. De saber que todo poder es sospechoso, deleznable y aburrido. A mí, la verdad, no me duelen para nada estas dos muertes. Y si he llorado, no ha sido más que por puro egoísmo.

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