Dos aniversarios de recambio

Francisco Gutiérrez Sanín
02 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Cumplen 50 años dos obras para todas las épocas y todas las culturas, una en literatura, otra en música: Cien años de soledad, de García Márquez, y Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band, de los Beatles. Por ello el mundo está de cumpleaños, como dijo Juan Esteban Constaín en su festiva y estupenda columna.

Me proponía comentar una de las dos cosas, quizás ambas, pero se ha hablado tanto y a veces tan bien (Londoño en este diario, el mismo Constaín, entre otros) sobre ellas, que preferí dejar madurar mis notas desordenadas para sacarlas en alguna otra ocasión. Pero debido a una endiablada coincidencia evocamos por estas mismas fechas otros dos aniversarios que, por no referirse a grandes eventos globales sino a personajes y eventos que se han ido volviendo más bien de culto, corren el riesgo de pasar desapercibidos. Permítanme entonces referirme a ellos.

El primero son los 15 años de la muerte del gran Stephen Jay Gould. Gould fue paleontólogo y biólogo evolucionista, con una particularidad: estuvo en la primera línea de producción científica en sus áreas, y a la vez fue un extraordinario ensayista. La capacidad de combinar ambas virtudes es algo que se encuentra sólo muy, muy ocasionalmente. Tipos de leyenda, como Carl Sagan, eran investigadores competentes, quizás algo más, pero lo suyo era la divulgación. Padre de un concepto clave —el de equilibrio puntuado— que podría explicar varios de los enigmas que deja sin resolver el paradigma estrictamente gradualista del darwinismo tradicional, Gould también tenía una pluma de oro. Hay muy pocas situaciones en las que nunca, nunca he sentido aburrimiento: una de ellas es leyendo a Gould. Usó sus múltiples intereses y su capacidad de disfrutar el mundo para maravillarse y para rabiar en voz alta, siempre con la misma agudeza. Socialista y adversario del oscurantismo (aunque mucho más empático con la fe religiosa que otros defensores de la ciencia como Dawkins, con quien tuvo intensos debates acerca de la interpretación de Darwin), escribió la que para mí es la mejor narrativa antiracista de todos los tiempos (La falsa medida del hombre).

El segundo es la presentación de Janis Joplin en el festival de pop de Monterrey en junio de 1967: también, pues, en paralelo con Cien años y Sargent Pepper's. Janis canta Ball and Chain (que vendría a ser “Grillos y cadenas”), acompañada por The Big Brother and the Holding Company, que empieza con un envolvente solo de guitarra. Pero en cuanto aparece Janis queda claro que la protagonista será ella. Uno la ve y la escucha y sólo puede pensar: joder, qué potencia. Su voz inolvidable, rasposa y rota, domina completamente el escenario. Toda la presentación se desenvuelve en medio de una contradicción maravillosa: entre la música y la letra depresivas hasta la autodestrucción, y el obvio y primitivo deleite que siente Janis por su forma de cantar, por ser la mejor y saber que lo es. Y así termina: Janis conmovida por el contenido de su canción, pero de pronto despertando de su trance, que ha contaminado a todos, y soltando una risita mundana al darse cuenta de que el auditorio se ha rendido a sus pies.

Aparte de ello, el video clave, que a propósito es de 1968, contiene una encantadora minihistoria. Entre el auditorio está Mama Cass, otra gran cantante de pop de la época —voz femenina principal de The Mamas and The Papas—, dueña de un estilo completamente distinto, también autodestructiva —por sus problemas de peso— y ya consolidada —Janis recién comenzaba; fue en Monterrey que se volvió famosa—. Mama Cass queda desde el principio medio hipnotizada con el canto de Joplin, y cuando termina no puede sino exclamar en estado de total arrobamiento: “¡Wow!”.

Rara vez he visto un piropo mejor o más merecido.

 

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