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Dos nonagenarios

Héctor Abad Faciolince
01 de noviembre de 2009 - 04:55 a. m.

HAY DÍAS EN QUE EL MUNDO NOS PArece hechizado y yo estoy por creer que en el Parnaso (ese monte del cielo donde habitan los poetas muertos) hay un grupo de vates que me conceden lo que yo les pido.

Nunca rezo, pero siempre recito, y hace quince días, en este mismo diario, lancé a las alturas un humilde ruego: “No que en el recodo de todo camino la vida me depare el bravo amor, sino algo más sencillo: un nuevo poeta”. Pues bien, como les digo, los poetas del cielo atienden mis súplicas y esta semana lo pude comprobar.

Una universidad de Santiago, la Diego Portales, me invitó a una cosa que se llama la “Cátedra Bolaño”, un programa de conferencias mensuales en honor al autor de Los detectives salvajes, esa rara novela sobre poetas locos. Yo acepté por un solo motivo, por el apellido de la persona que me invitaba, Cecilia García-Huidobro, pariente de otro grande poeta chileno, Vicente. El viaje, en todo caso, me parecía absurdo: un avión nocturno con dos escalas en Ecuador y otra en Perú; llegada a las 6 de la mañana sin dormir, dos conferencias y regreso al otro día. Le pedí a Huidobro que al menos me diera un día más para ir a conocer el mar de Chile, tan poco pacífico, y la casa de Neruda en Isla Negra. Ella, generosamente, accedió.

Los milagros empezaron desde por la mañana. Al salir veo en un sillón a un viejo que reconozco por las fotos. Es el gran poeta Gonzalo Rojas, de 92 años. Me le acerco y le digo con qué emoción lo he leído. Él me dice: “Estoy esperando a alguien, pero no recuerdo a quién. ¿Es a usted?”. No, le digo, no es a mí. Me despido pensando en la memoria y salgo hacia Isla Negra con Huidobro, pero a las pocas cuadras caigo en cuenta: “Me hubiera gustado una foto con Rojas, y que me dedicara un libro”. Ella propone que volvamos al hotel. Corro a una librería y compro un libro de Rojas, pero al volver al lobby ya no veo al poeta. Le pregunto al conserje y éste me señala a alguien: es Rodrigo, neuropsiquiatra, hijo del poeta.

Le explico que quiero una dedicatoria de su padre y me pregunta el nombre. Al oírlo se asombra: “Cuando yo tuve que salir al exilio, después del golpe de Pinochet, un médico con el mismo nombre suyo me consiguió trabajo en la Universidad de Antioquia. Trabajé un año en Medellín. Después me fui a Alemania y vivo allá desde entonces”. Me toca el turno del asombro; yo ni siquiera sabía que el poeta Rojas tuviera un hijo. La coincidencia me parece casi mística y entonces se me viene a la cabeza un verso suyo: “Tanto usar la razón para perderla”. Tomo fotos, me dedica el libro y salgo con Huidobro hacia Isla Negra.

El viaje es precioso. Quedan atrás Los Andes nevados y atravesamos por dentro la cordillera del mar. A ambos lados de la carretera una explosión de flores amarillas: los dedales del cielo. De la casa kitsch de Neruda me quedan tres recuerdos: primero el mar y las piedras negras. Luego, su mascarón de proa predilecto, María Celeste. Decía Neruda que en invierno lloraba, y no es mentira. Un día un físico se lo explicó: “Tiene ojos de vidrio. Al prender la chimenea la humedad se condensa ahí, y gotea”. Neruda repuso: “Yo no soy científico sino poeta y ella llora por no ver el mar”. Lo otro que recuerdo es el comentario de García Márquez en el libro de los visitantes ilustres: “Confieso que he venido”.

Huidobro propone que llamemos al otro gran poeta de Chile, 95 años, Nicanor Parra, que vive en el pueblo de al lado, Cruces. Nos recibe. Veo la casa que le quemaron durante la dictadura, a un costado de la casa donde ahora vive. Se ve muy joven, ágil de cuerpo y mente y me revela “la secreta ecuación de la poesía occidental”. Pasamos cuatro horas conversando con él, pero tenemos que volver a Santiago, a mi segunda charla. Después de la conferencia me ocurre, otra vez, algo extraño que contaré en el blog que empiezo esta semana en El Espectador. Pondré también la secreta ecuación, y fotos de este día mágico de poetas noventones. Como no hay más espacio, termino con un verso de Parra: “Por aquel tiempo yo rehuía las escenas demasiado misteriosas”. Al menos con los poetas yo ya no las rehúyo. Es imposible.

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