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Drogas y prejuicios

Klaus Ziegler
24 de abril de 2013 - 11:00 p. m.

"Andar entre porro y porro" no es lo mismo que "andar entre copa y copa", al menos en una sociedad que imagina sucia la marihuana y limpio el licor.

Moralistas al estilo del beato Ordoñez no tendrían reparos en poner tras las rejas a cualquiera que cargare unos gramos de cannabis. Sin embargo, su rígida moral se muestra floja y muda a la hora de condenar la venta casi irrestricta, y en lugares públicos, de químicos letales como el tabaco y el alcohol. La razón es evidente: el estatus legal de la mayoría de las drogas no guarda relación con sus peligros reales, y se fundamenta en prejuicios de corte moralista, no en criterios racionales.

Drogas hoy prohibidas se consentían sin miramientos en épocas pasadas. En la sociedad europea de comienzos del siglo XX la heroína se vendía como jarabe para la tos, el opio se ofrecía para aliviar el asma y se destilaba el Mariani, un vino de coca. El tabaco, no solo era convencional, sino que iba asociado con cierta aura de elegancia y refinamiento. El estigma negativo que hoy carga hubiera sido inimaginable tiempo atrás. En su magnífica “Biografía del Cáncer”, Siddharta Mukherjee nos cuenta cómo fue cambiando el estereotipo del fumador, desde aquellos días de gloria de las tabacaleras, cuando las ventas de cigarrillo alcanzaban los 5000 millones de dólares anuales, hasta estos últimos años de las demandas millonarias.

Y no es que los efectos nocivos del cigarrillo fueran un secreto. Desde mediados del siglo XX se conocían estudios que indicaban una fuerte correlación entre el hábito de fumar y el cáncer de garganta, esófago y pulmón. De ahí que en 1954 las tabacaleras difundieran un manifiesto dirigido al público norteamericano, “Una declaración Franca”, en el cual reconocían el potencial cancerígeno de su producto, pero solo en ratones. Lo de “franco” no pasaba del título, pues era evidente que los verdaderos conejillos de laboratorio provenían de una población en la que el consumo de tabaco por individuo había llegado al increíble promedio de cuatro mil cigarrillos por año.

Ante investigaciones que ponían en riesgo la buena salud de esos emporios, las tabacaleras invirtieron fortunas en campañas publicitarias buscando contrarrestar la “mala propaganda”. Se diseñaron estrategias de mercadeo dirigidas a los segmentos más vulnerables de la sociedad: amas de casa, obreros, inmigrantes… Apareció el “hombre Marlboro”, sin duda, la creación más exitosa de la Philip Morris, el ícono del fumador hipermasculino y apuesto. De otro lado, para reforzar la confianza del público, cuenta Mukherjee, se llegaron a pasar anuncios publicitarios que decían: “Cada vez más médicos fuman Camel”.
¿Y cuál fue la reacción del Congreso ante las sugerencias de los expertos? La obvia, la que podría esperarse de políticos cuyas campañas en algunos casos habían sido financiadas con dineros de esas corporaciones millonarias. De la recomendación inicial, que exigía advertir al público sobre las gravísimas secuelas del tabaquismo, se terminó aprobando una versión débil y atenuada, que decía: “fumar cigarrillos puede ser perjudicial para la salud” (incluso más hipócritas son los comerciales de algunas bebidas alcohólicas en los que, a manera de coda, se escucha una grabación a alta velocidad, casi incomprensible, en la que se menciona el riesgo de consumir bebidas embriagantes).

Pero esa no fue la primera ni la última vez en que la opinión de los expertos se convertiría en una piedra en el zapato. Hace unos años, David Nutt, principal asesor científico del gobierno británico en el diseño de políticas racionales para el manejo de las drogas, fue despedido por su “incapacidad para dar recomendaciones imparciales”. La verdadera razón fue un estudio suyo publicado en “The Lancet”, el cual contiene algunas verdades incómodas, como que la marihuana y el LSD son drogas menos nocivas que el alcohol. A la publicación del estudio se sumaron otras declaraciones polémicas, en una de las cuales afirmaba que consumir éxtasis entrañaba menos riesgo que montar a caballo.

El estudio tuvo en cuenta tres parámetros esenciales: el daño físico directo, el potencial de adicción y los perjuicios causados a terceros. El reporte encontró que la heroína, el crack y las metilanfetaminas representan el mayor peligro para el consumidor, mientras que el alcohol, la heroína y la cocaína ocasionan el mayor daño a otras personas. Sumando los parámetros, el alcohol obtuvo el puntaje más alto (72 puntos), se¬guido de la heroína (55), la cocaína y el crack (54). En la parte inferior del espectro, y por debajo del tabaco, aparecen la marihuana (20), las ben¬zodiazepinas (15), la metadona (14), el éxtasis (9), el LSD (7) y las setas alucinógenas (5). Mientras que el alcohol es responsable del 90% de todas las muertes relacionadas con el consumo de drogas, la marihuana, en contraste, señala Nutt, nunca ha matado directamente a nadie.

Quienes insisten en la penalización del cannabis, por regla general condonan, al menos por omisión, el uso de drogas mucho más nocivas. A la hora de querer convertir sus prejuicios en leyes punitivas, poco les importa el consenso de psiquiatras y neurofarmacólogos. En su estrechez mental, y en su doble moral, no cabe la posibilidad de que el drogadicto pueda ser tratado como un enfermo, y no como un depravado cuyo único lugar permitido en la sociedad debe ser la cárcel.

 

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