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Ecos del alma

Diana Castro Benetti
18 de abril de 2015 - 02:32 a. m.

Durante miles de años no hemos hecho más que perseguir lo incognoscible y buscar una explicación a lo inescrutable.

No sabemos de dónde venimos ni el origen de todo. Ciencia, religión y lógica puestas al servicio de un infinito tan inocente como misterioso, que no logran un ápice de respuestas definitivas. Las ventas al por mayor de los mensajes espirituales atrapan con facilidad a quien anhela solucionar su vida de acá sin perjudicar la de más allá. Incautos y crédulos se dejan imponer verdades y algunos van predicando sus visiones a borregos sin preguntas. Hoy los espejismos de la vida interior también están iluminados con luces de neón barato. La pacotilla se ha tomado la espiritualidad y el fundamentalismo es rey.

Sin punto medio, el alma anda de frenesí, agitada y feliz. Ella sabe de tristezas o lo que es mejor, se despierta acompañada y bien amada debajo de alguna sábana. Esa alma que no es carne ni eternidad pero todo a la vez, que no cabe en filosofía alguna como tampoco puede ser contenida en religión, teoría o práctica. Y aunque la ciencia le huya como peste, es gracias a los rumores de algunos misteriosos videntes que sabemos que pesa alrededor de 25 gramos y usaba sandalias cuando nació en Judea.

Amiga inconfundible, esa alma es la experiencia misma de la vida. Encarnó para no irse. Se hizo vida. Es un respiro que luego de transitar los milenios se arraigó en un rincón interno y rebelde, tan nuestro como inexistente. Nos habita, observa, susurra, se maravilla y sonríe. Ha vivido lo suyo al ser verdugo, mendigo y maga o cómplice del sexo barato y hoy también danza con las tribus urbanas que invocan el espíritu del agua en alguna apestosa alcantarilla o se convierte en oración y dogma buscando resolver el desamparo cósmico.

Y de todos los ecos históricos del alma, hay uno que pasa de incógnito por lo evidente. Es ese que suena a simpleza y a aceptación y que contiene la humildad y la belleza nacida más allá de Asís. Es ese sonido simple de lo cotidiano. Un eco que sabe menos a milagros y más a rutina, menos a lo sacro y más a lo profano. Un llamado que recuerda la fuerza de lo desnudo, de lo espontáneo, de lo muy sincero y de lo compartido sin exigencias. Es el reflejo límpido como intuición, sin cargas, que construye y tiene paciencia. Ese eco del alma contemporánea es la vida misma, vida que respira y que es rayo de luz, abrazo íntimo y complicidades. El alma es el padre, la hija, el color del cielo, el amante. Es un paso y un itinerario. Es lo que nos cabe en un suspiro y nos conmueve cuando el dolor de otro nos eriza la piel. Alma de vida que sabe a sueños, ilusiones, reconciliación y perdón. El alma de hoy es el amor hecho a conciencia, la presencia que habita entre pecho y espalda o la parte sustancial de cualquier cosa tal y como la define el diccionario.

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