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¿Armas no letales?

Sobre unas armas no existe duda. La capacidad de algunas de infringir daño letal es incuestionable y absoluta: una bomba, una pistola, un misil, como los que abundan en las noticias del mundo.

El Espectador
02 de agosto de 2014 - 03:25 a. m.

 Para otras, depende mucho de su uso y de su portador: tanto de la intención que tenga y del daño que quiera hacer —el dolo, digamos ya en términos jurídicos— así como del método que use y su experiencia en el tema. Un objeto contundente, como un bate, usado en contra de otro de una manera agresiva e inmisericorde, puede ser letal. Lo es, de hecho. Y existen las que se usan para la defensa personal y la inmovilidad del otro, sin que haya en su entraña la posibilidad de ser letales, aunque la cobija de este tipo de armas es bien corta. Pocas caben bajo su abrigo.

Las pistolas de electrochoque, conocidas como tasers, se encuentran en la segunda categoría: son letales dependiendo de su uso. Meterlas, de buenas a primeras, en la tercera, resulta peligroso pues puede llevar a un uso irresponsable de la misma. Incluso, sin mala intención. Catalogarlas como armas de defensa personal hace que, muy probablemente, se desconozca cuál es el límite para que su uso sea el que pretende.

Ejemplos de su vocación letal hay muchos. Y bastante trágicos, por lo demás. Ya los trajo a colación, a propósito del tema, el columnista Aldo Civico en estas páginas. Recalcó, entre otros, el ejemplo más emblemático y diciente: la muerte de un artista colombiano de 18 años hace un año en Miami. La policía lo sometió y le propinó una descarga eléctrica que terminó matándolo de un ataque cardiaco, tal y como evidenció la autopsia del caso. “Las pistolas taser no son juguetes para inmovilizar a una persona, son armas letales, y yo doy fe de eso”, dice, con dolorosa sensatez, el padre de la víctima, Israel Hernández.

Toda esta experiencia y relatos conjuntos deberían servir de insumo para la implementación de la última política de seguridad de la que tenemos noticia: el anuncio de la Policía Nacional de la adquisición de 300 armas de este tipo, 100 de ellas asignadas a la Policía Metropolitana de Bogotá. Toda una polémica dados los hechos recientes.

Ahora, ciertamente la Policía tiene la capacidad —el derecho, casi que la obligación— de comprar armas para la defensa civil de los derechos ciudadanos. Y creemos que, por la misma vía y como dijo el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, “la Policía sigue en proceso de modernizarse” y por eso debe acceder a las herramientas de seguridad que tenga a la mano. Pero es bastante preocupante que, a la hora de usar armas de este tipo, no exista una reglamentación clara para un buen desempeño. Lo que va del papel a la calle, digamos. Lo que va de un comentario editorial al sometimiento en la oscuridad de un eventual delincuente. Esa es la línea que tienen que tener bastante clara.

Lo primero es el lenguaje, por supuesto: un arma de estas se puede llevar (fácilmente, lo hemos visto) la vida de alguien en cuestión de segundos. Es por eso que sí son armas letales que dependen de un uso y eso hay que decirlo y divulgarlo. Y lo otro: el entrenamiento que debe recibir un agente del Estado que use este tipo de armas debe ser meticuloso. ¿Es un último recurso? ¿A qué distancia puede dispararse? ¿En que situación no debe ser usada? ¿Cuando el presunto infractor esté en un estado alterado de conciencia, es la forma correcta de proceder?

No se trata simplemente de la enunciación de reglas. Hay que hacerlas efectivas en terreno. Vigilar y castigar. Puede ser. Pero que no se les vaya la mano usando este tipo de herramientas.

Por El Espectador

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