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La Iglesia como mediadora

MIENTRAS SE DEFINE EL FUturo de los seis secuestrados que el pasado 21 de diciembre las Farc se comprometieron a liberar de manera unilateral, la participación de la Iglesia católica en el proceso sigue siendo un enigma.

El Espectador
23 de enero de 2009 - 09:18 p. m.

Después de que el Presidente les dio la bienvenida a sus gestiones de paz, e incluso a las del Vaticano, las Farc han guardado un silencio que incomoda y sugiere que el interlocutor escogido, de manera espontánea e inconsulta, no fue bien recibido por parte de los subversivos.

A diferencia de las labores que adelanta el Comité Internacional de la Cruz Roja, cuyo vocero en Colombia, Yves Heller, anunció recientemente que se está “en la etapa final”, y ahora que también se ha dicho que el gobierno de Brasil sería el país escogido para terciar entre las partes y habilitar las naves requeridas para recoger a los secuestrados, inquieta que el histórico papel desempeñado en ocasiones anteriores por la Iglesia se desdibuje sin una reflexión de fondo.

Hace unos años, en la época en que las miradas se centraban en las negociaciones de paz intentadas en el Caguán en el gobierno del presidente Andrés Pastrana, celebrábamos en este mismo espacio la activa participación eclesiástica y su decisivo compromiso con el futuro del país. La legitimidad del proceso de paz, sosteníamos, estaba garantizada por la prudencia y la actitud respetuosa y distante con que la Iglesia abordaba temas puntuales como los de la erradicación de cultivos ilícitos sin atentar contra la salud de la población y la necesidad de un mecanismo de compensación de los ingresos percibidos por la guerrilla una vez los insurgentes depusieran sus armas.

Los prelados desempeñaron un papel fundamental, como lo siguen haciendo diversos obispos en programas de desarrollo y paz en zonas cercanas al conflicto como el Magdalena Medio, Norte de Santander, Meta y el oriente antioqueño, y hubo quienes no dudaron en plantear que violencia y pobreza iban de la misma mano. El protagonismo fue tal que incluso entre el Episcopado algunos de sus representantes fueron señalados por la Fiscalía y el Ejército de colaboradores de la guerrilla. Es más, según los historiadores Ricardo Arias y Fernán González, entre 1984 y comienzos de 2005, 63 miembros del clero fueron asesinados.

Desde entonces, y dado el patético uso que le dieron las Farc a la zona de distensión, facciones menos afines a la negociación y más dadas a la mano dura con la guerrilla parecen haber monopolizado el discurso mayoritario de la Iglesia. La elección de Uribe coincidió con la designación de monseñor Pedro Rubiano como nuevo presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, quien tan pronto se posicionó el nuevo mandatario afirmó que “seguridad democrática y autoridad no equivalen a autoritarismo”. Con todo y que el arzobispo de Tunja, Luis Augusto Casto, fue designado como sucesor de Rubiano y mantuvo un discurso más abierto a la búsqueda de un acuerdo humanitario y más crítico frente a la política de seguridad democrática del Gobierno, las Farc siguen renuentes a retornar a los buenos oficios de los miembros de la Iglesia.

Si la mediación está entre sus objetivos, si la Iglesia desea seguir siendo un interlocutor válido más allá del trascendental trabajo callado que hacen con la población en regiones convulsas, conviene que sus altas directivas mantengan una posición más independiente, menos gubernamental. Como están las cosas, en la Iglesia las Farc ven hoy fichas de Uribe, y razón tienen. Ojalá, ahora que de nuevo ha sido llamada a participar en la paz de Colombia, la Iglesia católica vuelva a la neutralidad porque su papel —se sea o no creyente— ha sido crucial en el medio de nuestro conflicto.

Por El Espectador

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