¡Qué vergüenza!

CELEBRÁBAMOS AYER EN ESTAS páginas el cambio diametral en el discurso oficial frente a la denuncia de la desaparición de 11 muchachos en Soacha y su aparición en cuestión de un día como bajas de guerrilleros en combate en Ocaña, el cual pasó de la elusión absoluta de la terrible realidad que se anunciaba detrás de esta revelación, a la paulatina aceptación de la existencia de una vergonzosa política de “falsos positivos” en áreas importantes de nuestro Ejército Nacional.

El Espectador
29 de octubre de 2008 - 10:30 p. m.

Ayer, esa aceptación, que aún sonaba a regañadientes, tomó forma de reacción enérgica al decidir el gobierno del presidente Álvaro Uribe el retiro de 27 militares, entre ellos tres generales y varios coroneles, por lo que se llamó “colusión de algunos miembros del Ejército Nacional con delincuentes externos que gozaban de impunidad, a cambio de contribuir al logro de resultados irregulares”. Es decir, no solamente se estaban fabricando “falsos positivos”, sino que además se hacían en complicidad y para proteger a fuerzas ilegales, es de presumir, paramilitares y narcotraficantes. ¡Qué vergüenza!

Reacciones de todo corte generó ayer esta purga sin precedentes en nuestro Ejército Nacional. Algunas voces, muy emotivas, la calificaron de exagerada e inconveniente para la moral de la tropa cuando se están consiguiendo importantes resultados en la lucha contra el terror de las Farc, y defendieron a los hasta ayer efectivos comandantes de divisiones, brigadas y batallones que recuperaron la seguridad en muchas carreteras y zonas neurálgicas del país. Muy equivocadas reacciones —pero apenas explicables, dada la propaganda de la guerra al terrorismo en que vivimos— que demuestran lo poco efectivo que ha sido el mensaje de que en la política de seguridad democrática tienen la misma importancia la seguridad y su carácter democrático; quizá porque en realidad no la han tenido. La política de incentivos, ascensos y premios dentro de la Fuerza Pública son ejemplo de una distorsión.

Importante entonces que el Gobierno Nacional haya decidido, finalmente, tomar el toro por los cuernos ante esta atroz realidad. Poco importa si fue producto de la presión internacional personificada en la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, de visita en Colombia, o como anticipación a nuevas y más aterradoras denuncias que están por salir. El hecho cierto es que la decisión tomada ayer manda el mensaje correcto sobre la necesidad de humanizar la guerra y entender que en ella no todo vale. Que, verbigracia, los “positivos” se vuelven “negativos” si no se obtienen sobre la mesa.

Con todo, a la espera de que las investigaciones avancen, es evidente que la espectacular destitución de ayer no va más allá de esa señal ejemplarizante. Esta práctica terrorífica de ejecutar inocentes para mostrar resultados, en alianza con los criminales, es clara ya que tiene una magnitud inconcebible. Ayer mismo, el procurador Edgardo Maya contaba que el ente a su cargo investiga 930 hechos en todo el país en los que se sospecha de ejecuciones extrajudiciales y que, en Ocaña solamente hay indicios de que la suerte de los 11 muchachos de Soacha se pudo haber repetido en 110 cadáveres más que se están analizando. No les sobra razón, por tanto, a quienes ayer aplaudían la purga, pero la consideraban incompleta, como tampoco a quienes se preguntaban por la responsabilidad política desde los destituidos hacia arriba, en particular la del comandante del Ejército, el general Mario Montoya, jefe inmediato de algunos de ellos.

Estamos apenas asomándonos a conocer la verdad de todo este macabro asunto, que, aunque suene a perogrullo, solamente se podrá cerrar cuando podamos llegar a la verdad sobre el alcance de esta política, a la justicia para todos quienes la aplicaron o la permitieron y a la reparación para las familias víctimas de este crimen cometido por los propios agentes del Estado.

Por El Espectador

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