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Derechos humanos: más que un obstáculo para la guerra

LO QUE ARRANCÓ COMO UNA SOSpecha en torno al posible asesinato de jóvenes desaparecidos en Soacha y reportados como dados de baja en combate en Norte de Santander, ha ocasionado ya el llamado a calificar servicios de 27 oficiales, incluidos tres generales, y ahora la renuncia del general Mario Montoya.

El Espectador
05 de noviembre de 2008 - 11:00 p. m.

Que se tomen acciones contundentes por esta flagrante violación de los derechos humanos es un hecho encomiable que comprueba que el Gobierno acepta que, más allá de unas “manzanas podridas”, la lucha contra la guerrilla terminó por impregnar la política de Seguridad Democrática de una serie de prácticas que, aun en guerra, ningún Estado realmente democrático se puede permitir.

Queda en discusión, por supuesto, hasta dónde llegarán las responsabilidades por esta macabra práctica, incluidas las políticas, si la lista de “descabezados” está completa ya con la caída del propio Comandante del Ejército y, más que nada, si la aplicación de justicia que todos estamos esperando servirá para cambiar de rumbo en la manera de enfrentar la guerra desde el lado institucional. En suma, si la aterradora realidad a la que nos hemos enfrentado va a servir de lección o no.

A lo cual no ayuda, ciertamente, el discurso en el que el presidente Álvaro Uribe aceptó la renuncia del general Montoya, marcado por ambigüedades que difícilmente tienen cabida en un momento tan delicado como el que vive la institución castrense.

Claro, el general Montoya tiene bien ganada su fama de militar efectivo, como quiera que bajo su mando el Ejército consiguió los más grandes éxitos en la batalla contra la guerrilla de las Farc. Eso nadie se lo niega. Pero el martes pasado, al entregar su renuncia irrevocable, el general Montoya estaba asumiendo la responsabilidad por quizás la mayor degradación de la institución castrense en su historia: cambiar vidas humanas por ascensos, honores o por unos días de vacaciones.

No tiene mucha presentación, en ese sentido, que el general Montoya sea alabado en público como ejemplo de transparencia y eficacia, cuando de lo que se trata es precisamente de asumir la responsabilidad militar que el alto oficial tiene por la conducta irregular de los hombres bajo su mando. El mensaje parecería ser que tocó llegar a la purga militar por la presión mediática y del exterior, pero que en realidad la eficacia estaba siendo excepcional. Con lo cual, el espacio para regresar a lo mismo sin haber aprendido lección alguna queda abierto.

No deja de preocupar por lo mismo —si bien sus declaraciones fueron en un contexto muy diferente— el recuento publicado ayer por El Tiempo de la posición que tenía el nuevo comandante del Ejército, general Óscar Enrique González, en 2006, cuando dirigía la polémica Séptima División del Ejército, sobre los “falsos positivos”. Los consideraba entonces —vaya uno a saber si todavía— como parte de una guerra “político-jurídica” de la guerrilla contra el Ejército. Teoría que el propio Ministro de Defensa ha retomado en estos días, para anunciar que “los casos de muertes extrajudiciales no son de la magnitud que el país piensa” y que, por el contrario, muchos son obra de una política orquestada por las Farc.

Muy grande luce, pues, la distancia entre las decisiones enérgicas para enfrentar esta crisis y el discurso más bien complaciente. Si realmente hay un deseo profundo de parte del Gobierno en reconocer que los derechos humanos son algo más que un obstáculo para hacer la guerra, no es hora de incurrir en eufemismos y declaraciones ambiguas. El compromiso con los derechos humanos está en mora de convertirse en una política de largo aliento que permita reencauzar la Seguridad Democrática que con tanto ahínco se defiende y cuyos resultados operativos todos celebramos. Si el moderado cambio del Gobierno es sólo obra de la coyuntura, los escándalos y la presión internacional de los demócratas estadounidenses, en poco o nada habremos avanzado.

Por El Espectador

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