Visto en retrospectiva, lo primero que habría que destacar de las mutaciones vividas por el narcotráfico tiene que ver con la implantación de la hoja de coca en nuestro territorio. Si en los años setenta Colombia exportaba marihuana, el monopolio sobre la hoja de coca lo tenían Perú y Bolivia. Desde entonces la situación es otra, con el altísimo precio social que pagan campesino y colonos colombianos, así como con el costo ambiental que deriva de injustas políticas de fumigación prohibidas en países que, como los Estados Unidos, aquí las impulsan y promueven.
De acá se pasa a la historia de los carteles y la tumultuosa década de los ochenta, marcada por índices de violencia difícilmente comparables con los de otros países igualmente conflictivos. Lo primero que los colombianos supimos con algo de impotencia después de que el Bloque de Búsqueda abatiera a Escobar aquel 2 de diciembre de 1993, era que el narcotráfico no terminaba con su cadáver en el tejado de una casa, en el barrio Los Olivos de Medellín. Desmembrado el cartel, tras haber enfrentado abiertamente al Estado colombiano con bombas demenciales y asesinatos de jueces, policías, políticos, periodistas y todo aquel que se le enfrentara, su enemigo el cartel de Cali, artífice de su caída, se posicionó como el dueño de las rutas y el mercado de la droga. La condena a 30 años de cárcel de dos de sus líderes, los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez, puso fin al que en los años noventa fuera el encargado, según fuentes del Departamento de Estado, de ingresar el 80 por ciento de la droga a suelo estadounidense, pero le dio paso al cartel del norte del Valle, más discreto pero igual de violento y corruptor.
Además de éste, que por tanto tiempo se pensó inexistente, el narcotráfico viró hacia una eclosión de pequeños carteles cuyos jefes no buscaban un enfrentamiento directo con el Estado y por el contrario hacían gala de un bajo perfil que les permitió camuflarse e infiltrar las más recónditas esferas de la sociedad.
El narcotráfico, que hoy reaparece de la mano de DMG para sumir al país en una crisis social de proporciones inesperadas, es también el combustible de la guerra. El norte político de los grupos armados ilegales, si es que existió, terminó emparentado con el de mercenarios a sueldo que reclutan niños en sus filas, no presentan contacto alguno con la población local en la que se asientan, trafican con drogas y reciben multimillonarias ganancias.
Y basta con echarle un vistazo al vecindario para ver cómo ha evolucionado este malhadado negocio, origen de todos nuestros males. En México, del que se habla de su “colombianización”, más de 4.500 personas han sido asesinadas en el último año; Perú empieza a preocuparse por pequeños carteles que han irrumpido; y en la frontera con Venezuela, se sabe, la droga que va a dar a Europa tiene un corredor estratégico.
De manera pues que el alivio que produjo hace 15 años ver la caída de Pablo Escobar en aquel tejado como esperanza del final de nuestra tragedia con la droga, es hoy más bien una enorme frustración de ver cómo el negocio sigue floreciente y con más poderosos tentáculos de penetración y dominio.