Las cárceles, otra vez

No dejará de molestar en la conciencia el tema de las cárceles hasta que no se supere el estado en el que los reclusos viven: la Corte Constitucional lo dijo hace 14 años y un juzgado muy valiente, el 56 Penal del Circuito de Bogotá, lo confirmó hace tan sólo una semana para el caso de la cárcel Modelo de Bogotá: es un estado de cosas inconstitucional.

El Espectador
14 de febrero de 2013 - 03:44 p. m.

Es decir, una situación de vulneración masiva y reiterada de los derechos fundamentales de la población reclusa. En todo sentido.

Y no puede ser. Las personas que están privadas de la libertad, según el derecho que nos rige, tienen su libertad confiscada pero su dignidad humana vigente. Es decir, el castigo al que se les somete debe privarlos de ciertos derechos pero mantenerles indemnes los demás. Y éstos son responsabilidad del Estado. ¿Qué ocurre ahora? La Modelo, por ejemplo, tiene un cupo para 2.850 personas pero alberga a 7.230, lo que ocasiona un hacinamiento del 153% y causa problemas de rebote: la falta de higiene, el riesgo de epidemias, el pésimo estado de los desagües, el apiñamiento de las zonas comunes o de descanso, la falta de resocialización. Un fenómeno que se replica en casi todas las cárceles del país, en donde hay 75.500 cupos pero están albergados 115.000 internos dentro de las instalaciones.

La solución a este problema, lo hemos dicho, no es construir más centros de reclusión ni aceptar la muy colombiana actitud de pensar que los delincuentes merecen ese trato y deben “pudrirse en la cárcel”. No. Ni nuestro derecho ni el internacional lo permiten. Si se construyen más cárceles, éstas se llenarán sin remedio, porque las políticas de este país, que son en su mayoría de tenor revanchista, se harán cargo de inundarlas como siempre lo han hecho: subiendo las penas, usando de forma desproporcionada la medida de aseguramiento con gente a la que aún no le han dictado sentencia (que es la mayoría), creando nuevas normas para castigar al ciudadano por sus conductas desviadas, entre otras.

El Juzgado 56 Penal del Circuito de Bogotá ordenó que en tres meses no fueran recibidos en la Modelo más sindicados ni condenados. Y hace bien. Pone el dedo en la llaga y al país a hablar del tema. Sobre todo al Estado: la Judicatura ordenó a los ministerios de Hacienda y de Salud, Planeación Nacional, el Inpec, la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios, la dirección de la Modelo y representantes de los reclusos que integren mesas de trabajo que traten de resolver esa situación.

Esto debería ser un llamado al sistema carcelario del país. No sólo es el Inpec —al que se le suele echar la culpa siempre—, es un problema que no ha sabido resolver el Estado. Las soluciones están a la vista, pero nadie las quiere ver y sería oportuno que empezaran a considerarlas como viables: liberaciones tempranas en el caso de que el interno haya cumplido una parte de la pena y no se considere un riesgo, suspensión de las medidas de aseguramiento mientras no se tengan un juicio y una condena, excarcelación para poblaciones vulnerables, entre otras.

El problema de las cárceles en Colombia obedece a un fenómeno que está mucho más allá de la infraestructura: se trata de un problema de política criminal. De concepción de la pena. Hay, entonces, que mirar hacia allá si queremos que la cárcel cumpla su primer fin: resocializar al individuo para que no cometa más crímenes en el futuro. La meta se desvía cuando derechos fundamentales tan básicos como la vida o la salud son vulnerados de manera constante y sistemática. Algo tiene que cambiar en la manera como el Estado ve el castigo. Es la única salida.

Por El Espectador

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