Las comunidades y la minería

Es apenas justo que las personas más afectadas por los impactos ambientales de la minería participen en los procesos de adjudicación de licencias.

El Espectador
18 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
Ya es hora de que las comunidades tengan voz y voto en la definición de los proyectos extractivos que las afectan.
Ya es hora de que las comunidades tengan voz y voto en la definición de los proyectos extractivos que las afectan.

En una sentencia de tutela la Corte Constitucional acaba de saldar una de las preguntas que otra de sus decisiones, proferida a principios de este año, había dejado en el aire: ¿pueden las entidades territoriales oponerse a proyectos extractivos definidos desde el Gobierno Nacional? La respuesta es que sí, y aunque eso genera muchas otras dudas y crea unos cuantos miedos, nos parece apenas lógico que se le dé voz y voto a las comunidades afectadas por los proyectos mineros.

La tutela la interpuso Liliana Mónica Flores, habitante de Pijado, en el Quindío, en contra del Tribunal Administrativo de Quindío que pidió modificar la pregunta de una Consulta Popular que podía frenar las actividades extractivas en ese municipio. Aunque la Corte Constitucional le da la razón al Tribunal en el sentido de que no puede plantearse una pregunta sesgada hacia un resultado, aprovecho la oportunidad para aclarar algo: “los entes territoriales poseen la competencia para regular el uso del suelo y garantizar la protección del medioambiente, incluso si al ejercer dicha prerrogativa terminan prohibiendo la actividad minera”.

El cambio no es menor. La política extractivista del país era definida desde el Gobierno Nacional, pero la Corte dijo que el artículo 332 de la Constitución, que establece que el subsuelo es propiedad del Estado, incluye a las entidades territoriales en el proceso de decisión y les da la posibilidad de oponerse a los proyectos. Además, el alto tribunal que el Gobierno haya construido “toda una política minera sin contar con los adecuados estudios técnicos, sociológicos y científicos que permitan evaluar los impactos que genera dicha actividad sobre los territorios”.

La decisión tuvo una recepción cautelosa. El ministro de Ambiente, Luis Gilberto Murillo, le dijo a Semana que “en este momento una decisión jurídica de esta naturaleza genera demasiada incertidumbre”. El punto es entendible: ya existen compromisos con proyectos extractivos que podrían ser obstaculizados, generando pérdidas para el Estado. Además, la entrada de nuevos actores a las deliberaciones, sin un mecanismo claro de participación, deja muchas preguntas sobre cómo se va a garantizar el derecho de las comunidades afectadas.

Sin embargo, esta es la oportunidad para que se expidan nuevas regulaciones y se cree un proceso de asignación de proyectos mineros que piensa en la sostenibilidad de las regiones más allá de los recursos del Estado.

Por supuesto, esto no debe entenderse como un cheque en blanco para que se traben todos los proyectos mineros —el país necesita estos ingresos—, y debe mirarse con mucho cuidado el actuar de los entes territoriales, cuyos espacios políticos han sido históricamente propicios para ser manipulados por la corrupción. Dicho eso, es apenas justo que las personas más afectadas por los impactos ambientales de la minería participen en los procesos, entiendan las consecuencias y den a conocer sus preocupaciones. Que no se repitan los gritos frustrados, como los del alcalde de Ibagué, Guillermo Jaramillo, quien le dijo a Semana que “no queremos ser Cajamarca o La Guajira, con nuestras 30.000 hectáreas arrasadas, sembradas de hambre, miseria y sed”.

Ahora con todos sentados en la mesa, y con responsabilidad, esperamos que se pueda diseñar una política minera sostenible e incluyente. El país lo viene pidiendo desde hace mucho tiempo.

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