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De tierras e injusticias

Ahí escuchamos en la W Radio al abogado Francisco Uribe, de la prestigiosa firma Brigard & Urrutia, justificando la operación que su firma hizo para que el Ingenio Riopaila pudiera comprar 42.000 hectáreas de tierra en el Vichada: que era una operación sofisticada, dijo, un artilugio técnico que abogados como él suelen encontrar para estirar la legalidad.

El Espectador
22 de junio de 2013 - 10:00 p. m.

Aunque lo que hizo luce relativamente sencillo. Estos abogados crearon 27 sociedades, todas de un mismo dueño y bajo la tutela de un mismo representante legal, para fragmentar la compra y, así, hacerse a un gran latifundio para el beneficio de unos pocos. Dicen los abogados que no están violando esa Ley, la 160 de 1994, que establece que los baldíos deben ser entregados a campesinos sin tierra y, por lo tanto, prohíbe su acumulación hasta el límite de compra máxima de una Unidad Agrícola Familiar. Ya veremos si esos vaticinios jurídicos son o no válidos.

Lo cierto es que, en medio de esta polémica, el caso de Riopaila (que es un punto ínfimo al lado de toda la problemática del campo y que, repetimos, las instancias judiciales habrán de decidir) sirve para reflexionar sobre lo que es verdaderamente crucial: el acceso y el uso de la tierra. No solamente por parte del campesinado pobre, sino también por parte de la gran agroindustria, que es necesaria como locomotora del desarrollo que ha sido definida. ¿Cómo hacer para que pueda existir armonía entre el uno y la otra? ¿Cómo compaginar la justicia social con el desarrollo del campo?

Si bien el límite que impone la Unidad Agrícola Familiar luce como algo necesario para evitar la concentración de tierras destinadas a desposeídos, también lo es promover el acceso a la tierra a quien pueda darle un provecho mucho mayor. Por supuesto, bajo la ley, no con artilugios. Y ahí es donde debe entrar el Estado a decidir bajo los más estrictos criterios técnicos. La gran producción es necesaria en este tipo de terrenos donde el acceso es difícil y se requieren inmensas inversiones y alta tecnología para hacer fértiles esas tierras. Impedirlo equivale en plata blanca a obligar a esos campesinos a renunciar a participar del desarrollo por siempre.

Los expertos en el tema de tierras tienden a coincidir en algo: hace falta un Gobierno que se decida a organizar tanto el ordenamiento del territorio como el modelo de desarrollo. Que defina dónde se puede hacer agroindustria a gran escala y dónde debe primar la pequeña producción. Y, a partir de allí, generar las condiciones que permitan la mayor productividad y equidad en cada rincón del territorio.

Suena sencillo, pero no lo es. Y menos en este país, donde esa definición no puede pasar por encima de lo que ha sucedido. ¿Cómo entrar a este proceso sin antes sanear la propiedad de la tierra? Es imperativo encontrar dónde, cómo y a manos de quién se hicieron los grandes despojos que propulsaron y ampliaron la guerra en este país. No puede ser que empresas multimillonarias (y no hablamos ya del Ingenio Riopaila) sean dueñas de decenas de miles de hectáreas donde antes hubo masacres a manos de grupos armados: en Montes de María, en Mapiripán, en Norte de Santander... La lista es larga. No podemos legitimar esa contrarreforma agraria de la que hemos sido testigos silenciosos. No es tolerable que un país como el nuestro mire hacia otro lado para desarrollar, como si nada, su agroindustria sobre tanta sangre que ha corrido.

Pero para ello, también, se requiere un gobierno decidido a actuar y no a mirar hacia otro lado para que pase oronda su locomotora.

* El grupo empresarial al que pertenece El Espectador desarrolla un proyecto agrologístico en la región oriental de Colombia.

Por El Espectador

 

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