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Del placer y la libertad

El bombo causado por la aprobación, en Estados Unidos, del flibanserin, también llamado “viagra femenino”, estuvo opacado por un montón de voces feministas que se oponen a su comercialización y que dudan de las motivaciones detrás de la producción de la droga.

El Espectador
23 de agosto de 2015 - 02:10 a. m.

El tema es delicado, entre otras, porque toca dos de los puntos más problemáticos en la historia reciente —y ni tan reciente— de la humanidad: la patologización de lo que no parece ser una enfermedad y la banalización del placer de la mujer.

Ya llegará ese debate a nuestro país, por lo cual vale la pena comenzar a analizar sus diferentes aristas.

A simple vista, cualquier herramienta que les permita a las mujeres gozar más y mejor de sus cuerpos es bienvenida. Como sociedad estamos en deuda de tomarnos en serio —y con madurez— la libertad sexual de las mujeres y atender sus necesidades. Esa no es la discusión.

El problema empieza cuando se analiza la droga como tal. De entrada, la analogía con el viagra no es precisa, pues la pastilla para hombres soluciona un problema físico: hay deseo, pero no hay capacidad; mientras que en las mujeres lo que se trata de modificar es un “problema mental”: no hay deseo, por eso se estimulan los neurotransmisores para generar dopamina. Según la compañía que la fabrica (y, no sobra decir, según los médicos de la Administración de Comida y Drogas de Estados Unidos), está diseñada para tratar una enfermedad llamada “desorden de deseo sexual hipoactivo generalizado adquirido”. Muchas mujeres han expresado su alegría por el hecho y, hasta ahí, no habría tampoco por qué tener objeciones.

La industria farmacéutica, sin embargo, está volviendo una patología algo que es normal. No hay nada malo con que una mujer no sienta deseo sexual, y decir lo contrario es ejercer una presión indebida que banaliza y viola la autonomía de las personas. La droga no existe en un vacío cultural: la realidad es que la cultura, mayoritariamente machista, tiende a privilegiar los discursos que convierten a las mujeres en objetos sexuales y les anulan la agencia sobre sus cuerpos y, en este caso, sobre su deseo. No pueden permitirse narrativas donde se les diga a las mujeres que está mal no sentir deseo. En síntesis: si hay una mujer que quiera sentir deseo, maravilloso que pueda usar la píldora; el daño está en esparcir la idea que equipara la falta de interés sexual con una patología.

La otra objeción es práctica. Las pruebas médicas de la pastilla han dejado mucho que desear. Las mujeres que la tomaron sólo reportaron un encuentro sexual satisfactorio más que aquellas que estaban tomando un placebo, y además hay serios efectos secundarios (baja presión arterial, mareos y desmayos) en una de cada cinco personas que la usan. Por eso ya había sido rechazada en el pasado y ahora se aprobó con la condición de que sea administrada bajo cuidado médico.

Los riesgos parecen ser peores que los posibles beneficios. Dicho eso, si hay mujeres que, en pleno ejercicio de su libertad, sienten que la droga les ayuda, no hay motivos para prohibirles su uso.

Lo que sí requiere vigilancia —y regulación— es la forma en que se promueve la pastilla. El mensaje tiene que ser claro: no sentir deseo sexual es una opción perfectamente razonable de todas las mujeres y nadie puede decir lo contrario. La libertad sexual, que incluye la asexualidad, no puede caer víctima del interés económico farmacéutico.

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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