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El debate sobre el salario mínimo

EL PASADO JUEVES, TRAS EL FRACAso de las negociaciones entre el sector privado y los gremios de sindicalistas, el Gobierno Nacional fijó por decreto el alza del salario mínimo para 2011.

El Espectador
02 de enero de 2011 - 11:00 p. m.

Este sería ya el quinto año consecutivo que la mesa de negociación no llega a ningún acuerdo y queda en manos del Ejecutivo establecer el aumento, esta vez, de 3,4%. El alza representa la compensación por pérdida de poder adquisitivo del 2,54% de incremento en la inflación y unos puntos adicionales por mejoras en la productividad del país. Así, serán $532.500 mensuales, esto es, $18.000 más lo que los trabajadores del mínimo recibirán este año. El sector privado y los equipos técnicos lo juzgaron como razonable, mientras las centrales obreras hablaron de un insulto al trabajador. “No me parece ni generoso ni una actitud amistosa con la gente trabajadora”, opinó Roberto Gómez, sindicalista y presidente de la CGT, quien afirmó además que un 5% hubiera demostrado que el Gobierno está de parte de la gente pobre del país.

No es para menos la reacción: un aumento de cerca de $18.000 es poco, pero, contrario a lo que algunos sugieren, no lo es por tacañería gubernamental. El gran problema del país reside en que sus aumentos en productividad no son importantes y, para empeorar las cosas, la consolidación de la economía del “rebusque” no ayuda a resolver la dificultad. No se trata de que “las oligarquías quieran enriquecerse a costa de los trabajadores”, de hecho, las empresas de más de 50 trabajadores pagan, por lo regular, el mínimo o más. El inconveniente está en los pequeños negocios, los cuales conforman una buena parte de la economía del país, pero que su subsistencia en el mercado depende precisamente de su informalidad. A los $532.500 mensuales se suma el auxilio de transporte, ahora de $63.600, los aportes al Sena, al ICBF, a las Cajas de Compensación, las cargas prestacionales, la prima de servicio, las vacaciones, los intereses sobre las cesantías, la salud y las pensiones. Así, el trabajador recibe alrededor de $500.000 al mes, pero los costos no salariales obligan al empleador a consignar 66,7% más.

Por esto, en parte, desde hace más de tres años la población ocupada informal supera el 55,5% y los sistemas de seguridad social amenazan, a diario, con colapsar. Ser formal es en el país costoso. De esta forma, si bien  los sindicalistas tienen razón al argumentar que se trata de un deber del Gobierno mejorar la calidad de vida de su población, el mínimo es superior al salario medio que paga la economía y, por ello, aumentarlo más allá de los incrementos en productividad multiplicar la informalidad. Establecer un mínimo es deseable, pero nada se gana con hacerlo un privilegio de una parte de la población y amenazar, por demás, al sistema de seguridad social.

De esta manera, aunque el vicepresidente Angelino Garzón tenga razón al señalar que en el país hay “una falta de voluntad política de consolidar una cultura de los acuerdos” y es en efecto lamentable que el salario mínimo se haya fijado de nuevo por decreto, no podía haber sido distinto. Las exigencias sindicales eran en definitiva altas y el sector privado se mantuvo inamovible. Ambas partes deben entender que se trata de un proyecto conjunto, lo que implica además que su participación en el debate público no se puede limitar a la controvertida discusión de final de año. Problemas estructurales como la informalidad —tal vez la característica más preocupante de la economía colombiana— también les compete. Es claro que hay que bajar los costos no salariales y mejorar la productividad si se pretende que la calidad de vida de los trabajadores mejore. Lo difícil es establecer cómo hacerlo y dado que la solución no está en el mínimo, sería bueno discutir alternativas. O mejor: un conjunto de alternativas. Desafortunadamente, la salida ni es única ni es fácil.

 

Por El Espectador

 

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