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El espejo indígena

Fue en la Asamblea Nacional Constituyente donde se consideró discutir la jurisdicción indígena como una consecuencia lógica de la pluralidad evidente que en este país existe: que los nativos dejaran de ser el objeto de estudio de unos pocos antropólogos y se convirtieran en una entidad reconocida por el Estado que entonces se planeaba normativamente.

El Espectador
12 de noviembre de 2014 - 02:23 a. m.

Siendo un asunto menor —cosa que está consignada en el acta del 4 de junio de 1991—, fue agrupado en la discusión de los jueces de paz, la conciliación y la elección popular de jueces municipales.

Los debates se dieron, sí, y algunas preguntas se plantearon sobre las prácticas distintas de un número elevado y disímil de comunidades indígenas: desde ahí se puso sobre la mesa la necesidad de que dichos procesos judiciales estuvieran en armonía con ciertos principios básicos: la violación de derechos humanos —cosa difícil en la práctica cuando chocan dos culturas— quedó proscrita. Así, en el papel, tenemos un Estado principalmente occidental que, en el nivel más abstracto de la norma, respeta prácticas ancestrales de justicia.

El debate, que no es muy promovido en casi ningún escenario que no sea el académico, vuelve de vez en cuando a la sociedad colombiana cada que se presentan hechos nuevos y controvertidos: esos siete presuntos guerrilleros de las Farc sentenciados por la Asamblea Indígena (de Toribío, Cauca) luego del asesinato de dos miembros de la Guardia, que fueron, cinco de ellos, sometidos a latigazos y a prisión, y otros dos enviados a un centro de rehabilitación de menores. ¿Podían los indígenas hacer esto?

Luce válido desde un punto de vista jurídico, pese a las voces que se han levantado en contra. Aparte del debate que despierta el elemento subjetivo (que fueran o no indígenas), sí se ajusta mucho a lo que dice el artículo 246 de nuestra Constitución: eso de que en su territorio ellos mandan. “Podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial”. Funciones, claro, que se contemplan dentro de un marco legal, pero de acuerdo con sus propias normas y procedimientos. A su entendimiento de lo que la justicia es y significa. Los latigazos no son una tortura sino una forma de purificación: así los conciben.

Luce válido, también, desde el punto de vista simbólico: un valiente mensaje a las Farc de que no se metan en su territorio a hacer de las suyas, o si no, les caerá todo el peso de una ley que, sin burocracia, los condena de forma muy rápida y sin derecho a réplica. Pronta justicia.

Lo que sí resulta un exabrupto es el comentario (hecho en forma de chiste pero dicho en serio) de que ese es el tipo de justicia que este país necesita: así, sin doble instancia, ni derecho de contradicción, ni traba alguna a la hora de evaluar las pruebas. ¿Acaso son esos los verdaderos obstáculos que impiden una justicia pronta en este país? Bien lejana a la realidad esa crítica infundada que está cogiendo carrera en espacios serios de opinión. Sí, todos esperamos tener una pronta justicia; pero no solamente pronta, también justa.

Y sin embargo, al vernos reflejados en el espejo indígena, lo que emerge es una sociedad desesperada con su propio sistema judicial, al punto de añorar ese modelo de imponer la fuerza de la ley. La opinión pública en las encuestas se ve bastante cansada de la congestión de esa rama y de su corrupción y de sus escándalos y del descaro de sus gestores preocupados por sus intereses particulares y de esos miles de sindicados de un delito que esperan una sentencia desde la cárcel...

Qué mensaje tan contundente el de esta reacción desesperada de la sociedad. ¿Reaccionarán el sistema judicial y sus actores?

Por El Espectador

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