Las Farc sin armas eran el sueño de un país enfrascado en una guerra productora de heridas que tardarán mucho tiempo en cicatrizar. Esa era la verdadera promesa de las negociaciones en La Habana; el objetivo final que motivó a los delegados del Gobierno a persistir a pesar de las innumerables razones para patear la mesa y seguir en el conflicto que tan bien conocemos y en el que, hay que decirlo, habíamos construido una comodidad perversa. Colombia tuvo que aprender a hacer la guerra y en el proceso olvidó la posibilidad de la paz. Ahora que la guerrilla renuncia a sus herramientas de destrucción y condena abiertamente y sin reparos el uso de la violencia como ejercicio político, la historia nos reta a estar a la altura.
Las Farc cumplieron. Aunque no sobran las voces delirantes que ven engaños en cada rincón e insisten en que la guerra persiste (dónde y cómo no es claro, pero no se les ve preocupación por explicarse, sólo por destruir), la Organización de las Naciones Unidas no tiene ningún motivo para mentirle al país. Cuando certifique que tiene bajo su control el 100 % de las armas de la guerrilla, arrancará una nueva etapa en la historia colombiana. Y lo que viene es complicadísimo, claro que sí.
En el ruido de la desconfianza que produce la guerrilla ha pasado inadvertido uno de los interrogantes esenciales que plantea el proceso de paz: ¿Sabe Colombia cómo aprovechar esta oportunidad no sólo para garantizar la adecuada reinserción de los guerrilleros, sino para crear un contexto donde la insurrección armada no vuelva a presentarse?
Esa respuesta no corresponde exclusivamente al Gobierno, ni al Congreso ni a la Corte Constitucional. Esta es una pregunta dirigida a todos los colombianos. Unos compatriotas, que durante mucho tiempo han llevado encima la etiqueta de ser el “enemigo” y que han cometido crímenes por los que ahora están pidiendo perdón y tendrán que reconocer ante la justicia transicional, confiaron en una institucionalidad frágil y quieren hacer parte de una sociedad con muchas deudas históricas, como la desigualdad, la violencia (no relacionada con el conflicto), la corrupción y la ausencia de oportunidades.
Sin el pararrayos multiusos de las Farc como culpables de todos los males del país, quedamos enfrentados a todo lo que nos falta para ser una democracia sólida; para cumplir la promesa de la Constitución de 1991. Lo que está en juego entonces es el alma de la Nación.
¿Queremos ser un país incluyente? ¿Queremos erradicar los motivos socioeconómicos que siempre estuvieron en las raíces del conflicto? ¿Queremos abandonar la violencia como mecanismo de resolución de disputas? ¿Queremos tener un debate político pluralista y respetuoso, donde no se censure (ni se mate) a alguien por pensar diferente, por proponer ideas que no se ajustan al “statu quo”? ¿Queremos que las nuevas generaciones sean educadas sin el resentimiento como principio ineludible; con la compasión y la solidaridad como guía de todo actuar?
Si la respuesta es afirmativa, y desde estas páginas creemos que esa es la verdadera subversión de apostar por la paz, esta es una oportunidad única, pero todos debemos empezar a contestar la misma pregunta: ¿Cómo lo hacemos? Sin armas, la pelota está, por fin, en nuestra cancha.
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