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Formas erradas

Dos años se demoró la justicia colombiana colombiana en darle un cauce digno al caso de Diego Felipe Becerra, el grafitero que murió en una calle del noroccidente de Bogotá por un tiro que le dio en la espalda un patrullero de la Policía.

El Espectador
29 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

Luego de la indignación inicial, las marchas de otros grafiteros, las preguntas sensatas que no sólo los familiares sino también los medios se hacían, luego de todo eso, por fin se empezó a oír a los testigos claves, a enlazar los hechos dicientes, a hacer las preguntas correctas. Dos años enteros en los que luego de que un joven fue asesinado, su honra y la de su familia resultó burlada a través de los artilugios que quisieron ocultar el acto. Es deplorable lo que ha pasado con esto.

La Fiscalía, pues, está convencida de su caso: que el lugar del acto, dicen, fue manipulado por la Policía con el fin de proteger al patrullero implicado, Wílmer Alarcón Vargas. Y con esta certeza se le vino encima a las más altas cúpulas de la institucionalidad policial: le imputó cargos a los coroneles Nelson de Jesús Arévalo y José Vivas Báez.

Esto es grave para la institución, por decir lo menos. Que dos coroneles de la Policía, de altura en su medio, ejemplo de como deben ser y actuar los miembros de la fuerza, agregado el uno en Honduras, el otro en Londres —precisamente por el reconocimiento que se ganaron a pulso— estén siendo investigados de haber manipulado la escena de un crimen para encubrir a un patrullero que cometió un error, suena absurdo. Suena a algo que está mal en muchos niveles.
Muchas veces nos referimos aquí al caso del grafitero, diciendo que las cosas que habían reportado los miembros de la Fuerza Pública no tenían mucho sentido: que el joven había atracado un bus, que le dispararon en legítima defensa porque él atacó primero, en fin, piezas que no cuadraban en un rompecabezas de hechos contradictorios.

Ahora se empieza a desenredar la trama. Los testimonios son en verdad escalofriantes: que, por ejemplo, el coronel Arévalo, sin más, alteró la escena del crimen deliberadamente por su convicción de que “Alarcón era un buen policía y el otro, un delincuente”.

Y así, a punta de reconstrucciones testimoniales, se presume que compraron un arma en el centro para ponérsela al cadáver de Becerra, también que estuvieron en la escena del crimen mucho más tiempo del razonable antes de que la autoridad competente para ello se hiciera cargo.

No sabemos si son o no culpables de los cargos que se les están imputando. Pero el simple hecho de que sean investigados deja en entredicho la labor de la institución y torpedea, como casi nada podía hacerlo a estas alturas, sus carreras. Por completo. No puede ser que haya sospechas bastante bien fundadas de que las cosas sucedieron de esta manera. Lo pulcro, en este caso, hubiera sido todo lo contrario: aceptar ante el país lo que sucedió, dejar que la justicia actuara, brindarle defensa legal al patrullero implicado y aceptar que cosas así pueden ocurrir. Es lo mínimo.

Pero que, aparte de que haya un joven muerto, se cree toda una trama novelesca para cubrir los hechos, enlodando de paso la imagen de una persona que se limitaba a manchar unas paredes con pintura, resulta indignante desde todo punto de vista. No puede ser que en este país tengamos que investigar a dos altos coroneles porque, supuestamente, encubrieron el homicidio de una persona, porque movieran las fichas a su antojo queriendo salvar la imagen propia. Que se pongan en esas no sólo es indigno sino que es injustificable desde casi cualquier rasero ético con que se mida.

La pregunta, que no sobra, es: y en casos de menos despliegue mediático, ¿qué?

 

Por El Espectador

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