Para La Habana

La noticia que sacudió al país esta semana se dio por cuenta del proceso de paz que se discute en La Habana, Cuba, y el giro intempestivo que tuvo: llegaron allá varios guerrilleros de las Farc a poner sus cartas sobre la mesa.

El Espectador
25 de octubre de 2014 - 10:00 p. m.

 “Guerrilleros nuevos”, como los ha llamado la prensa, que lo son, al menos en el ámbito del diálogo con el Gobierno. Por la noticia, y también, cómo no, por la forma como fue revelada a la opinión pública (un plumazo en la cuenta de Twitter del expresidente Álvaro Uribe), las críticas se han venido encima del proceso entero. Algo apresuradas, por decir lo menos.

La presencia de estos guerrilleros —del “ala dura”— es de la esencia para pactar un acuerdo de paz: primero, porque genera un parte de confianza frente al cuestionamiento razonable de que la guerrilla está dividida frente a los diálogos. Si bien no borra de plano los temores, al menos sí los reduce. Podemos saber, ya con más certeza, que una buena parte de quienes mandan allí (los más apegados a la guerra, además) están alineados con el proceso. O si no alineados, al menos en él. Lo simbólico y lo material: todo en un paquete. Fundamental, se nos antoja, cuando desde el principio se tejía un manto de duda sobre la legitimidad que esta política tenía sobre toda esa tropa.

Es importante, en segundo lugar, justamente porque representan a la parte más sanguinaria. Suena muy duro, pero no es con los más conciliadores con los que se puede garantizar un acuerdo sólido. Empezar, sí, y fijar los lineamientos. Pero es con los enemigos acérrimos, con esos que cruzan balas con la Fuerza Pública, con esos que la sociedad ha odiado durante tanto tiempo, con quienes se debe llegar a un entendimiento. A una eventual reconciliación.

Es muy duro para la sociedad, por supuesto, ver llegar (en apariencia impunemente) a un tipo como Henry Castellanos, alias Romaña, macabramente célebre por ser el protagonista de las llamadas pescas milagrosas y tantas barbaridades más contra civiles y militares. Más que por guerrillero, por ser el símbolo de una de las prácticas más inhumanas a las que esa guerrilla ha sometido al país. Llega Romaña como miembro de la “subcomisión” sobre alto el fuego y dejación de las armas, que integrarán miembros de bando y bando, militares y guerrilleros. Los enemigos más representativos de esta guerra, los que la viven y mejor la conocen en el campo de batalla. ¿No está el fin del conflicto relacionado íntimamente con que ellos se sienten a discutir las mejores maneras de hacer la transición?

Este es quizás el momento más duro que ha tenido que afrontar la sociedad —hasta ahora, ya vendrán más—, y sobre todo las víctimas directas de estos personajes: ver a sus victimarios llegar allá investidos de cierta autoridad ceremoniosa. Y más duro si, como se ha cuestionado, no se hace con transparencia, con toda la información posible. Es natural que un paso como este genere incertidumbre en la población, que se acrecienten los temores, las dudas sobre para dónde vamos. Dar por descontado que la sociedad aceptará sin mayores explicaciones cada paso que se da, resulta demasiado arriesgado. No dudamos que el equipo negociador y el presidente de la República saben lo que están haciendo, pero la cuerda de la opinión es frágil y hay que tirarla con cuidado, con precaución, con mucha claridad, no vaya a ser que no aguante el tirón.

Que vayan pues estos guerrilleros, sí, y que discutan sobre el alto el fuego y otros menesteres obvios de un diálogo de paz; pero que la sociedad sepa a qué van, con qué propósito, para tranquilidad de sí misma. Es la única manera.

Por El Espectador

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