¿Habrá que reescribir la historia reciente de Colombia?

Hay casos recientes que sirven de suficiente ilustración para poner en duda las versiones oficiales que han predominado sobre lo que ocurrió en los terribles años 80 de Colombia.

El Espectador
04 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
Maza Márquez, que en los 80 era reconocido como un ícono de la institucionalidad del país y de la lucha contra el crimen desde su posición de director del DAS, hizo parte, para la Corte Suprema, “del plan para asesinar al connotado dirigente político, debilitando su seguridad”. / Foto: Archivo El Espectador
Maza Márquez, que en los 80 era reconocido como un ícono de la institucionalidad del país y de la lucha contra el crimen desde su posición de director del DAS, hizo parte, para la Corte Suprema, “del plan para asesinar al connotado dirigente político, debilitando su seguridad”. / Foto: Archivo El Espectador

Una de las consecuencias de que nuestro país haya sufrido de conflictos armados e instituciones infiltradas por la corrupción y por los criminales es que la historia reciente de Colombia ha tenido que ser escrita un poco a las carreras, a veces tomando como ciertas versiones provenientes de fuentes no confiables o que, por lo menos, tienen intereses en contar verdades a medias. Una serie de hallazgos recientes sobre varios hitos de los años 80, producto de sentencias judiciales e investigaciones periodísticas, nos invitan a cuestionar si la historia que hemos estado tomando como oficial es confiable y a abrir una reflexión sobre los mecanismos de construcción de memoria del país.

La serie de artículos que hemos venido publicando, y que termina mañana, sobre lo que sucedió con el avión de Avianca HK 1803, que estalló en el aire el 27 de noviembre de 1989, ofrece suficientes argumentos para poner en duda la versión oficial de que la causa de la tragedia fuera una bomba puesta por Pablo Escobar. Incluso si no llegara a tanto, las pesquisas periodísticas que conforman esta investigación sí ponen en evidencia cómo un Estado abrumado por el poder omnipresente del narcotráfico, y con falencias en sus capacidades técnicas, no hizo muchos esfuerzos para considerar una versión diferente de la que responsabilizaba al narcotráfico.

El reportaje, en una de sus entregas, se pregunta por el sustento central de la versión oficial: las confesiones de los criminales a cambio de beneficios penales. Si gran parte de la historia reciente de Colombia la hemos construido a partir de las decisiones judiciales y ellas, a su vez, han dependido de confesiones de personas con motivos para buscar cuanta rebaja posible exista, ¿no sería apropiado que tomemos con recelo esas versiones al momento de narrar la historia? Muy curioso, por ejemplo, que hubiera quienes desestimaran la serie cuando apenas comenzaba a publicarse porque prefirieron escuchar, y creer, a alias “Popeye”? ¿Qué pierde Colombia al estar tan cómoda con que sean las versiones de los criminales la única fuente en ciertos casos? ¿Qué pierde el periodismo?

Hay casos recientes que sirven de suficiente ilustración para poner en duda las versiones oficiales que han predominado durante años. El holocausto del Palacio de Justicia es un buen ejemplo. En un principio, y por mucho tiempo, la historia mantuvo en el silencio lo ocurrido con los desaparecidos. Sin embargo, hoy pesa contra Colombia una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos donde se argumenta que “existió un modus operandi tendiente a la desaparición forzada de personas consideradas como sospechosas de participar en la toma del Palacio de Justicia o colaborar con el M-19”, y que “los sospechosos eran separados de los demás rehenes, conducidos a instituciones militares, en algunos casos torturados, y su paradero posterior se desconocía”. Y en esas, hoy seguimos preguntándonos qué pasó con exactitud el 6 de noviembre de 1985.

Hace una semana no más, también, la Corte Suprema de Justicia condenó a 30 años de cárcel al general (r) Miguel Alfredo Maza Márquez por la muerte del líder liberal Luis Carlos Galán. Maza Márquez, que en los 80 era reconocido como un ícono de la institucionalidad del país y de la lucha contra el crimen desde su posición de director del DAS, hizo parte, para la Corte Suprema, “del plan para asesinar al connotado dirigente político, debilitando su seguridad”. De manera similar se ha mantenido la duda sobre si el mismo Estado tuvo que ver con los asesinatos de Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo Ossa, candidatos a la Presidencia por la izquierda, a pesar de que en su momento también sus crímenes se atribuyeron a la mafia.

Casos como estos, y varios otros que demuestran nuestras falencias investigativas o propósitos de desviar las pesquisas, cambian, en retrospectiva, la forma como podemos entender esos terribles años 80 de Colombia y deberían dar paso a un esfuerzo por desenterrar sucesos y, quizás, reescribir el relato de país que tenemos hasta ahora.

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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