Impuestos bien cobrados

LOS IMPUESTOS SON PARTE INTEgral de un Estado moderno: así lo documentó el sociólogo Max Weber hace un siglo y así lo demuestran, por supuesto, los países que en la práctica han dado un salto considerable hacia la modernidad: esa cultura de los impuestos expandida allá y evadida acá.

El Espectador
19 de octubre de 2014 - 03:52 a. m.

 Gravar a los ciudadanos más ricos, de una forma progresiva, implica poder redistribuir la plata recaudada en cosas que son importantes para todos los demás. Cuando hablamos del fin del conflicto armado, por ejemplo (que costará sus buenos billones de pesos), resulta fundamental tocar el tema de una reforma estructural en el recaudo de dinero.

Lo curioso es que se nos viene una reforma tributaria que, casi al unísono, los expertos en el tema tildan de mal enfocada. Tres son los puntos fundamentales que quedaron claros en un debate promovido por este diario y la Universidad de los Andes el viernes último. Quisiéramos referirnos a ellos para tener, al menos, un lugar de partida para discutir el tema (constante como casi ningún otro de la agenda pública) del recaudo de impuestos en Colombia.

El llamado “impuesto a la riqueza” suena a un eufemismo cuando sabemos que lo pagarán las empresas, no los hombres ricos. Y vaya si esa distinción es importante: son las empresas las que deben tener incentivos para el emprendimiento, la inversión y la generación de empleo. En los países en que la tributación funciona (países serios, que llaman), las rentas gravadas son las de las personas naturales. Lo más lógico: que los hombres ricos aporten y que esa riqueza aportada al Estado se redistribuya en poblaciones más vulnerables. El sentido primigenio de un impuesto.

Demostró en el encuentro la economista Marcela Meléndez, con sus datos cruzados de recaudo de impuestos e índices macroeconómicos, que es más bien poco lo que aporta la tributación colombiana en términos de disminución de la desigualdad y de la pobreza. Nada, mejor dicho. Y mientras esto pasa, el IVA sigue siendo un impuesto regresivo y las exenciones y los descuentos, bastante amplios: un recaudo perdido de unos 2,3 billones de pesos. Mucho.

Lo último es, por supuesto, esa cultura nuestra de evadir el pago, tan transversal a toda la ciudadanía y que se vuelve un círculo vicioso imperturbable: “no veo avances, no pago”. Algo que un funcionario como Juan Ricardo Ortega, en su paso por la DIAN, trató de cambiar de forma feroz: se ganó amenazas y recibió todo tipo de presiones que finalmente fueron insostenibles para su vida familiar. La cultura tributaria también debería estar incluida en la reforma: el nivel institucional, el ciudadano, el de las autoridades, el de quienes siguen exentos de contribuir a la sociedad.

¿Una conclusión? La DIAN, de acuerdo con lo que dijo el viceministro de Hacienda, Andrés Escobar, no aguanta una reforma estructural: hay un vacío institucional. Tampoco el Congreso, donde, a su juicio, quienes lo representan son esclavos de unas rentas innominadas que impiden sacar adelante las reformas necesarias. Mejor dicho: no podemos lo mucho, entonces conformémonos con lo poco. Fatal.

Todos los representados en este debate —académicos, empresarios, dirigentes gremiales, incluso el mismo Ministerio— son conscientes de las falencias de la reforma, pero el Gobierno se niega a cambiarla por vacíos institucionales o por las realidades mezquinas en las ramas del poder público. ¿A quién le vamos a dejar entonces las decisiones difíciles y con mirada de país a largo plazo? ¿Nos vamos a conformar con el afán de solucionar el faltante de $12,5 billones y nos vemos en la próxima necesidad? No, por favor. 

Por El Espectador

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