Más allá de los necesarios señalamientos sobre responsabilidad política en el escándalo de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), tal vez el sabor más amargo que dejan las revelaciones hasta ahora es que muestran cómo opera la corrupción para robar a los colombianos y dejar desprotegidos a los más vulnerables. En este gobierno y en los anteriores, por las declaraciones que hemos conocido, la gestión del riesgo se convirtió en la caja menor de clanes políticos con tentáculos en el Congreso, que se aprovechan de la burocracia nacional y lo difícil que es vigilar todos los contratos que se suscriben en medio de las emergencias.
Mientras la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia empiezan a dar resultados en sus indagaciones, y los involucrados deciden prender el ventilador como es debido, la cantidad de congresistas involucrados y los mecanismos empleados para ocultar la corrupción producen desazón profunda. Si hay talento en el país, parece ser la conclusión, es para robar y ocultarlo; para crear empresas que se relacionan entre sí y se presentan a convocatorias públicas con el objetivo de engañar al público. Entre sobrecostos y arreglos de favores, los más de $20.000 millones que se desaparecieron en el contrato de los carrotanques de La Guajira palidecen pensando en todo lo que no hemos visto descubierto. “Que caigan todos los que tengan que caer”, han dicho políticos cercanos al Gobierno actual en respuesta a la crisis. Y es cierto. ¿Pero será eso, acaso, suficiente para modificar la cultura política construida sobre transacciones opacas?
Llegar al Congreso cuesta dinero, mucho dinero. La rama Legislativa, más allá de algunos nombres rimbombantes, está llena de figuras que se sienten cómodas con no figurar, siempre y cuando puedan atrincherarse en sus feudos de contratos estatales. Yo te financio la campaña, tú me lo devuelves con creces en contratos es, en últimas, la inversión más rentable en nuestro país. Cada tanto tiempo algún escándalo llega a la luz pública, se prende el ventilador, nos indignamos en el debate público nacional y... nada pasa. El Congreso se siente cómodo con su baja popularidad, pues sabe que el verdadero poder está tras bambalinas; los contratistas se vuelven ágiles para burlar la regulación de proyectos estatales. Mientras tanto, el dinero público se diluye. Es paradójico: tenemos presupuestos nacionales gigantescos y, aún así, no es suficiente para cubrir las necesidades básicas. Hay estimados de cuánto nos roba la corrupción, pero son especulaciones que, al parecer, se quedan cortas. Y así, los esfuerzos gubernamentales se enfocan más en cómo mejorar el recaudo impositivo que en cómo bloquear esa infame fuga de recursos públicos hacia manos criminales.
Gracias a una investigación de la W, hoy sabemos que empresas al parecer aliadas entre sí se presentaron para ganarse el infame contrato de los carrotanques. Los audios de Sneyder Pinilla, exsubdirector de la UNGRD, hablando de conseguir $4.000 millones como si fuese plata de su bolsillo, son repugnantes y obligan a abrir los ojos. Es la costumbre mercantil de los politiqueros. ¿Qué tanto más no estamos viendo? ¿Cuántos acuerdos más se cierran con maletines llenos de billetes entregados en los apartamentos de los poderosos del país, que luego se escudan en falsa superioridad moral para entorpecer cualquier proyecto en el Congreso? Mientras descubrimos bien qué ocurrió en la UNGRD, esa pregunta más general pesa sobre el país como una espada de Damocles.
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