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La libertad de 'Popeye'

El prontuario criminal de John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, luce a primera vista absurdo, inventado, desbordado de todo límite: 3.000 son las personas que él mismo ha dicho que le pesan en su conciencia manchada de sangre.

El Espectador
31 de agosto de 2014 - 02:00 a. m.

Ríos enteros fueron los que corrieron cuando él daba órdenes a sus gatilleros subalternos para que salieran a las calles a dispararle a la gente. Y si no mataban ellos, pues Popeye mismo acometía el homicidio: afirma que con sus propias manos envió a 300 al otro mundo. Un criminal despreciable fue Popeye. Uno de los eslabones macabros de esa cultura mafiosa que se adueñó de Colombia hace 30 años.

Popeye confesó que el día más triste de su vida fue el 2 de diciembre de 1993, cuando a Pablo Escobar, su patrón, cayó en un tejado de Medellín: la fidelidad a su jefe lo llevó al lugar más alto de la infamia. Ya en manos de la justicia, dio datos y nombres de esa historia que, para este país, había planeado Escobar en conjunto con políticos, en conjunto con autoridades, en conjunto con civiles. Y al que se le pusiera en el camino lo borraba del mapa de inmediato, con Popeye como punta de lanza. Toda una máquina de la muerte. Esos fueron sus años.

Ahora han pasado 24 más desde que Velásquez se entregó a la justicia, casi al tiempo con su jefe, una vez consiguieron que la entonces nueva Constitución prohibiera la extradición de nacionales. Hoy camina libre bajo la orden de la justicia.

El reparo de amplios sectores de la sociedad se ha hecho sentir: es un despropósito, dicen, que un criminal con semejante prontuario pueda estar fuera de una celda. Es muy peligroso, piensan unos. Puede ponerse a órdenes de otro muy fácilmente y manchar de sangre este país de nuevo, aseguran otros. “Ya tengo valores”, dice él. Valores siempre ha tenido: solo que en su estela criminal los puso al revés. Esa inversión en la carga de los valores es lo que puede permitir que, tan tranquilamente, alguien pueda salir a matar (o a mandar matar para el caso) a miles y miles de personas.

El exjefe de sicarios del cartel de Medellín, con todo y su precaria credibilidad, afirma ahora que en estas dos décadas de encierro adquirió los valores que se desprenden de la ética más simple de un ser civilizado: no matar, no robar, no incurrir en actos ilegales... Y por esa vía, por esos 14 diplomados, trabajos de recuperación ambiental, colaboración con la justicia (a la que muchos llaman charlatanería) es que su pena terminó y salió libre a un mundo —una Colombia— que ha cambiado bastante. ¿Cambiaría también Popeye? ¿O es solo que se mezcle de nuevo con una ilegalidad omnipresente para que salga a matar cristianos? No sabemos, no lo podemos saber.

Lo que sí podemos asegurar es que la justicia obró en su caso. Esa justicia en la que Colombia confió para que atendiera la situación de ese hombre, ya falló y cerró el caso. Que ante la coyuntura se abra de nuevo, como se ha abierto, el debate sobre la proporcionalidad de las condenas que efectivamente cumplen nuestros mayores criminales, válido. Pero pretender, ante la emergencia de un solo episodio, que se cambien las reglas del juego, sí que resulta un despropósito. El derecho penal es de acto, no de actor: Popeye fue condenado por sus actos y hoy es libre. La justicia no lo puede perseguir solo porque se trate de él. Eso sería cambiar totalmente el esquema en que creímos y defendimos.

Ojalá, sí, que el criminal del pasado sea hoy el ciudadano del futuro: ese que, después de un tiempo en prisión, puede resocializarse. Si sí, un aplauso para la sociedad. Nunca podríamos olvidar lo hecho por Popeye —no en particular contra esta casa, sino contra Colombia entera—, pero sí confiar en que la historia no se repita. De eso se trata.

Por El Espectador

 

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