Limitar la expresión

Se siente, al menos por las acciones registradas en dos países harto importantes en el espectro mundial, la llegada de un debate largo sobre el alcance y los límites de la libertad de expresión, uno de esos derechos que aseguran la existencia de una democracia moderna y permiten el desarrollo de la individualidad misma.

El Espectador
24 de abril de 2015 - 11:25 p. m.

El ámbito de regulación de esta facultad humana tan importante es difuso y siempre da lugar a algún tipo de controversia. Para muchos, el simple hecho de regular ese derecho va en contravía de su ejecución. Para otros, en ámbitos que tienen que ver con el desarrollo de otros derechos, hay que ponerle ciertas cotas.

Vamos primero a Rusia. Son varios los hechos que inspiran un comentario. Está el debate que abrió un juez a través de la condena que le impuso al portal Lurkmore (una especie de enciclopedia que reproduce contenidos culturales) por publicar un meme con la fotografía del cantante Valeriy Syutkin y la frase “Pégale en la cara a la perra”, una expresión sacada de una canción que no es de su repertorio. Es decir, y por no irnos muy lejos, la reivindicación del absurdo que contienen la mayoría de los memes, pero que, al mismo tiempo, atribuyen a una persona algo que no ha dicho. ¿Daña su buen nombre o su honra? ¿Lo afecta como persona? El juez ruso piensa que sí. Pero no se basa en poca cosa: está ayudado por una seguidilla de leyes que en Rusia quieren prohibir cosas: las obscenidades en presentaciones públicas, las imágenes de figuras públicas mezcladas con actividades que nada tengan que ver con ellas (Vladimir Putin montado en una ballena sería un buen ejemplo). Y si no prohibirlas, ponerles un ojo encima: un reportaje de Izvestia da cuenta de un grupo de investigación que se dedica a mirar qué tanto “distorsionan” las producciones teatrales los textos rusos clásicos. Esto provoca las críticas de, por ejemplo, el Centro Gogol, cuyo director, Konstantin Bogomolov, resume la situación de manera tajante: “La meta es mostrarnos que no podemos interpretar la literatura rusa en lo absoluto”.

La vigilancia y la proliferación de leyes que buscan controlar lo dicho han tenido consecuencias terribles para la difusión de la cultura y, sobre todo, la reafirmación de la autonomía humana: ahí tenemos al director de teatro Ivan Vyrypaev eliminando frases “altisonantes” de su obra Los borrachos o al portal Lurkmore con dos caminos posibles ante la condena a raíz de su meme: prohibir el acceso al meme o retirarlo de su página. Todo esto en un país cuya Constitución prohíbe, de manera clara, la censura estilo soviética desde sus niveles más altos. La libertad de expresión, en este caso manifestada en la cultura, debe tener facultades amplias: no sólo lo socialmente aceptado puede decirse sino también lo chocante, lo indecente, lo escandaloso.

Otro es, sin embargo, el extremo que vemos lejos de allí: un juez en Estados Unidos rechazó el reparo que la Autoridad del Transporte Metropolitano de Nueva York hizo cuando quería prohibir la circulación de unos buses con el lema “Matar judíos es una alabanza que nos acerca a Alá”. El juez dijo: adelante, que circulen, pese al nefasto y notorio discurso de odio allí consignado.

Mientras a unos les sobra regulación a los otros les falta entender límites claros, como los de la incitación a conductas violentas o los discursos de odio. La libertad de expresión, en el mundo, toma hoy matices de proteger a toda costa el interés público por encima de la expresión individual (cómica y artística, nada menos) o de ir en contravía de lo políticamente (éticamente, moralmente, jurídicamente) correcto. ¿Dónde nos paramos nosotros? El debate, como vemos, está abierto y sirve, mucho, para todas esas cosas que vamos regulando sin pensar: un ejemplo, por supuesto, es la penalización de la discriminación. ¿Cuántos más? Por este sendero debería desviarse la discusión.

Por El Espectador

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