Los borrachitos

El 24 de julio pasado el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, junto con su secretario de Gobierno, Guillermo Alfonso Jaramillo, firmó un decreto que les impone una restricción a tenderos de ciertas zonas de la ciudad: cerrar sus locales desde las nueve de la noche hasta las diez de la mañana del día siguiente, para que la gente no se emborrache.

El Espectador
16 de agosto de 2013 - 09:54 p. m.

Dice la Alcaldía que la medida está inspirada en una sola cosa: reducir las riñas callejeras que terminan en homicidios. La causa principal de estas riñas es, dice, el consumo excesivo de licor por parte de los ciudadanos. Los borrachos, pues, otra vez en el debate público. La medida ha funcionado: los homicidios se redujeron en las siete localidades donde la medida se impuso. En Ciudad Bolívar, por ejemplo, la tasa cayó en un 65%. Ha sido efectiva en términos de salvar vidas humanas.

Todo esto suena positivo, por supuesto. Funciona, luce bien, no tendría por qué haber un solo argumento en contra. Sin embargo, no deja de parecernos que la medida (que acabará el próximo 24 de agosto, sin saberse aún si se ampliará) tiene un tufillo de prohibicionismo autoritario. No solamente es lo que los tenderos han dicho y lo que confirman los datos de Fenalco: alrededor de $16.000 millones perdidos en una semana. Tampoco es solamente lo que con acertada lucidez ha dicho la Asociación Nacional de Empresarios: que el consumo se trasladará a otras partes, posiblemente a sitios informales e ilegales que darán al traste con el esfuerzo de quienes se mantienen en la formalidad. Y, bueno, ya entrados en esto, es también la marginalidad del consumo, un problema gravísimo que, sabemos, la administración conoce de sobra.

Son, sin embargo y sobre todo, las palabras de nuestros dirigentes las que asustan. Dice Jaramillo que “el consumo nocivo de bebidas alcohólicas se convirtió en un problema de salud pública, que afecta la seguridad y hasta la economía de la ciudad”. ¿Sí? ¿Esta es, entonces, una ciudad de borrachos empedernidos? Y si es así, una cuestión de salud pública, como dice el secretario de Gobierno: ¿por qué la Alcaldía lo trata como un problema de orden público? ¿Por qué estas restricciones hechas a la brava sobre una sustancia que es lícita?

Aquí hay un problema de, digamos, inconsistencia ideológica: si una lucha grande de la Alcaldía de Bogotá ha sido enmarcar el debate del consumo de drogas dentro del entendimiento y los riesgos y la salud y la libertad de consumo, en contraposición al castigo, ¿por qué, entonces, defiende tan airadamente una política como esta? Es, sin duda, una medida regresiva, no progresista. Es atacar una de las ramas del problema y no las profundas causas que lo alimentan.

Es fácil, efectista. Bien podría el alcalde aplicar el toque de queda en toda la ciudad y así los homicidios se reducirían a cero. Seríamos una ciudad pacífica a la fuerza. Pero esa sociedad, en la que el Estado está vigilando al ciudadano y cuida celosamente de que no use sus libertades, no es de ninguna manera en la que queremos vivir.

Tiene razón el concejal Roberto Sáenz: las violencias pueden estar asociadas a episodios de consumo, pero no hay que olvidar los contextos (los sociales, los económicos, los culturales) en los que se desarrollan. Esas son las verdaderas causas que deben ser resueltas para mejorar la convivencia entre los ciudadanos. Poder tomar sin necesidad de ponerse violento. Y no al contrario.

Por El Espectador

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