Los mensajes de Francisco

El miércoles hubo humo blanco en el Vaticano: el cónclave decidió que fuera Jorge Bergoglio, cardenal primado de Argentina, el destinado a reemplazar al alemán Joseph Ratzinger, quien sorprendió al mundo con la renuncia a ser el representante del dios católico en la Tierra.

El Espectador
14 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Dos días se demoraron los cardenales para votar por quien sucedió en votos a Ratzinger durante la elección pasada. Con un atribulado aplauso, una multitud impresionante recibió a Francisco, el nuevo papa. El mundo entero se conmociona por la elección del sumo pontífice de la religión más influyente del globo.

¿Qué significa todo esto? Empecemos por lo positivo. Es el primer papa que representa a este lado del hemisferio, donde, por demás, se encuentra la mayoría de los fieles de la Iglesia católica. Eso en cuanto a su origen. Su obra también es prominente: es jesuita, lo que implica un compromiso moral (pero también material) con los pobres del mundo. Y así lo ha hecho este Francisco: ayudando, asistiendo, dando misa en la calle. Al mismo tiempo, su creencia dominante implica algo en el nivel meramente político (que, cómo no, es también parte de esta religión) y es el nada despreciable hecho de que como representante de los jesuitas va a ser más equilibrado que el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y otros grupos de ultraderecha militante. Asimismo se sabe que el nuevo papa ha sido un hombre medianamente alejado de la burocracia del Vaticano. Enhorabuena, entonces.

Vamos con lo negativo, aquello con lo que hay que tener cuidado. El nuevo papa es, sin duda, de la línea conservadora. Tiene peleas casadas contra derechos como el aborto o la unión de parejas homosexuales, cosa que no resulta al final tan problemática puesto que un religioso ve —debe ver— estas cosas desde su interpretación del mundo. Y es libre de hacerlo en el ámbito de su fe. Lo problemático es la mucha influencia que la Iglesia católica aún tiene sobre los estados laicos, que no deberían rendirle la más mínima pleitesía a una religión en debates que son de derechos, de libertades individuales, conseguidos por la razón y no por un dios de una religión determinada.

Pero el tema más oscuro es, sin duda, la relación que tuvo en el pasado con la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla, militar que borró del mapa a cerca de 30.000 personas. Gravísimo. Connivencia con ese régimen militar en temas de derechos humanos, como diría Horacio Verbitzky. Se dice, también, que protegió a unos jesuitas de la persecución de la ultraderecha, pero a otros no. La Iglesia católica parece no poder salirse del círculo vicioso en el que entró hace 2.000 años: construir su legado apoyando la sangre que se derrama en ciertos gobiernos. Su vida muestra que tuvo un cambio de pensamiento y de acción radical en los años posteriores, y acaso eso le recobre legitimidad, pero este es un pasado que lo persigue y es difícil de borrar.

Dos retos enfrenta este papa en el presente. Las realidades de la Iglesia actual que, en todo, exceden su pasado. Sus acciones pueden redimirlo o condenarlo. Una es la transparencia dentro de esta institución, vuelta añicos por los inmensos líos de pederastia que no fueron solucionados por Benedicto XVI y que siguen poniendo a los sacerdotes en una posición de deslegitimación constante. La otra, el manejo del dinero, la corrupción al interior, el manejo de los poderes internos, realidad que se desprende de la transparencia.

No se veía en 600 años la renuncia de un papa, cosa que es bastante diciente de la institución. Los retos del argentino son inmensos, y veremos si está a la altura de ellos.

Por El Espectador

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