Manipular a los artistas

¿Qué pierde la sociedad cuando las empresas utilizan su poder como anunciantes para intervenir en los procesos creativos de los artistas a los que habían prometido apoyar? Esa pregunta, que ha tenido vigencia a lo largo de la historia por la necesaria relación entre el arte y la empresa privada que ayuda a la sostenibilidad de los proyectos creativos y que, por cierto, también se aplica en el periodismo, revivió en Estados Unidos hace un par de semanas, con ocasión de la puesta en escena de una versión moderna de Julio César, la obra de William Shakespeare. ¿El motivo de la discordia? Que el personaje del César es interpretado por un actor vestido de manera muy similar al presidente Donald Trump. Esta es una oportunidad para discutir un tipo particular de censura que es muy difícil de combatir.

El Espectador
26 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

En el verano neoyorquino es ya tradicional realizar un festival de teatro conocido como Shakespeare en el Parque. Múltiples compañías teatrales se encargan de dar vida a las comedias y tragedias clásicas del dramaturgo inglés. Entre ellas, Julio César, una obra política, es habitual. Incentivadas no en menor medida por la importancia del festival y las buenas impresiones que causa en quienes lo disfrutan, muchas empresas privadas aprovechan para suscribir contratos de promoción que ayudan a los organizadores a financiar el evento. El cálculo es simple: es buen negocio que a una marca la asocien con ser promotora del buen teatro, y la afluencia constante del público al festival les da bastante exposición a las empresas, que es lo que busca cualquier inversión en publicidad.

Sin embargo, este año hubo un escándalo por la decisión de una compañía teatral de montar una versión de Julio César con Donald Trump en el papel del César. Como al personaje en la versión original de Shakespeare lo degüellan, varias personas protestaron diciendo que se estaba haciendo una apología al asesinato del presidente Trump. La polémica no ocurre en un vacío: la polarización de ese país tiene las tensiones culturales al rojo vivo. (Hace poco la comediante Kathy Griffin tuvo que pedir disculpas por haber aparecido en una imagen con lo que parecía ser la cabeza degollada de Donald Trump). Ante la presión, Bank of America y la aerolínea Delta, dos de los patrocinadores del festival, denunciaron públicamente la obra y anunciaron que retiraban su financiación. Lamentable.

Lo más llamativo de la decisión fueron los comunicados de las empresas. Dijeron que se cruzó la línea del “mal gusto”, que no pueden asociarse con tan deplorable representación y que sus valores corporativos son distintos, aunque siguen comprometidos con el arte (sólo que no este arte en particular). No deja de ser curiosa esta declaratoria de indignación, especialmente de parte de Delta, que financió sin reparos una representación de Julio César en el 2012 en la que un actor vestido como Barack Obama estaba en el papel del César. Por cierto: a lo largo y ancho de Estados Unidos es común que se monten versiones de Julio César con el presidente de turno.

El mensaje que se envía es perverso: si el arte no se ajusta a lo que nosotros definamos como “buen gusto”, entonces vamos a quitar la financiación. Nos dirán, con razón, que las empresas pueden hacer con su dinero lo que consideren más pertinente, pero eso es perder el punto. Hay una hipocresía de por medio en empresas que se vanaglorian de respaldar el arte y las libertades creativas, pero que aprovechan su músculo financiero para coartar a los artistas. Y es que esto no es cuestión de caridad: poder llegar a esos públicos gracias a las obras que financian genera réditos económicos.

Lo mismo, por cierto, ocurre a menudo en Colombia, donde los anunciantes hacen sentir su peso cuando algún producto los incomoda. Eso no tiene otra palabra: es censura. Indirecta, sí. Difícil de sancionar, también. Pero, por eso mismo, más grave aún.

Los ciudadanos deberían empezar a tener conciencia de esos procesos y castigar a las empresas que tengan discursos ambivalentes. Y, por su parte, las empresas harían bien en percatarse de la importancia de apoyar sin reparos los procesos creativos. El arte libre es algo con lo que vale la pena ser asociado.

 

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