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No pasó siquiera un día desde que El Espectador publicó, en este mismo espacio, una reflexión sobre la falta de planeación a largo plazo que mancha las grandes obras de este país, cuando, apenas entrada la tarde, un puente peatonal se desplomó en pleno norte de Bogotá, dejando a su paso una estela de heridos que variaron en número dependiendo de la autoridad que daba los datos. Increíble.

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02 de febrero de 2015 - 11:34 p. m.

¿Necesitamos más pruebas de que esta es una conducta transversal a los grandes experimentos de política pública e infraestructura que acá se acometen? ¿Cuándo podremos salir de ese estancamiento que supone algo tan sencillo como planear con sensatez los proyectos que emprendemos? Los ejemplos a esta altura sobran, en realidad. El análisis podría coger un nuevo ejemplo diario. Ese es, justamente, el problema: no son excepciones sino que con el correr de los días y los años se han vuelto la regla. Nuestra norma tácita nacional. Nuestro tipo ideal de conducta. Volvamos a este caso, por ahora.

No hubo daños mayores en cuanto a vidas humanas y eso, en todo este panorama (luce lamentable afirmarlo como tal), es una buena noticia: todos los heridos, de hecho, según la información que nos llega a este diario, han dado un parte de tranquilidad. Reconforta un poco saber que ese defecto nuestro, al menos, no se llevó vidas humanas, cosa que sería una tragedia inexcusable.

¿Qué pasó? La adjudicación del contrato para realizar el puente peatonal se hizo en septiembre de 2013 a través de la figura jurídica de la contratación directa reservada (distinta a la licitación que oímos nombrar más frecuentemente) por parte del Ejército, que culpa a la empresa contratada, Constructec S.A.S., por los daños generados. Esta compañía, por su parte, en un escueto comunicado, asume la responsabilidad del accidente. En estos momentos, de acuerdo con las declaraciones de Guillermo Salcedo Mora, representante legal de la constructora, están “analizando varias hipótesis, bajo reglas técnicas (...) nos pronunciaremos al respecto cuando hayamos identificado científicamente el origen del evento”.

Algunos otros, sin embargo, ya han empezado a hablar sobre las posibles causas que impulsaron la ocurrencia de este lamentable hecho: Javier Pava, director del Instituto de Gestión del Riesgo y Cambio Climático, dijo a varios medios que por el afán de entregar la obra (que ya venía tarde) realizaron al tiempo tres procedimientos que, según lo que dictan las normas, deben hacerse por separado: la tensión de los cables del puente, en conjunto con las pruebas con peso, en este caso con militares, hombres vivos, y el manejo de tráfico. Todo revuelto. También dijo que nunca le informaron a él o a su instituto sobre las pruebas de carga que se estaban haciendo y solamente supo de esto en el momento en que el puente ya estaba roto y los heridos eran atendidos.

El alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, ha dicho que la obra no puede sostenerse en el tiempo o intentar revivirse: hay que demoler la construcción luego de que sea desmontada (ojalá) de forma controlada y precisa. 3.000 millones de pesos botados a la basura. Increíble.

Ahí tenemos, entonces, un caso más para la gran enciclopedia colombiana de las obras que no se planean con rigurosidad. ¿Hasta cuándo? ¿Podemos pasar la hoja y prometer que no sucederá más?

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