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Mínimo vital

Un año entero pasó desde que empresarios y representantes de las centrales obreras se pusieran de acuerdo para fijar el salario mínimo que rigió durante 2014: en este 2015 que apenas empieza, y a la vieja usanza, volvió a ser una cifra fijada por decreto. Eso no deja de ser un dolor de cabeza, teniendo en cuenta que la imposición legal es un símbolo antipático que demuestra la poca concertación a la que pueden llegar las partes.

El Espectador
05 de enero de 2015 - 02:12 a. m.

El salario mínimo se fija teniendo en cuenta la productividad, la inflación corriente y la esperada. De acuerdo con estas tendencias, el de este año será de $644.350, en un incremento de 4,6%, equivalente a $28.350 adicionales de renta para los trabajadores colombianos. A pesar de que el ministro de Trabajo Luis Eduardo Garzón insistió en que las partes tenían actitud de concertación, varios factores llevaron a que no hubiera un acuerdo definido. Factores, digámoslo así, macroeconómicos: la reforma tributaria, el TLC con Corea del Sur, el cambio de horario de las horas extras, la caída del precio del petróleo y la devaluación del peso hicieron una colcha de retazos llena de argumentos de lado y lado.

Ahora, con cifra en mano, las opiniones se incrementan: desde el lado técnico gubernamental se habla de competitividad, inflación esperada y poder adquisitivo para los trabajadores. Desde el lado social se habla de justicia, equidad, disminución de la brecha entre ricos y pobres... No es una pelea nueva, ni mucho menos; harta es la tinta que ha corrido tratando de darle la voz a parte y parte.

Ambas, en su medida, y con condicionamientos especiales, tienen algo de razón. El salario mínimo, desde un punto de vista estrictamente técnico, es una medida a la mano para fijar otras más: comparendos, impuestos, salarios (si es que así podemos llamarlos) que predominen en la informalidad. Pero también es cierto que un Estado serio no puede darse el lujo de atender a los clásicos y fríos análisis estadísticos, sino ir más allá: ¿cómo una familia podría vivir con esto? ¿Podría? ¿Hay una vida digna asegurada detrás de esta cifra? ¿Sí serán conscientes quienes la fijan del concepto de mínimo vital en una democracia?

Eso si contamos, claro, a quienes en efecto pertenecen al lado que protege la ley. Es imposible hablar plenamente sobre el salario mínimo sin mencionar que afecta a una porción reducida de la población trabajadora. Y si bien es cierto que el monto influye en la informalidad (su aumento, a juicio de Salomón Kalmanovitz, incide en ésta), son más bien pocos los demás beneficios que le pueden llegar a esta población.

De eso hablaba en estas páginas, hace unos días, el investigador Nelson Camilo Sánchez: de esa injusticia que se crea en el mercado laboral entre quienes tienen un trabajo formal y quienes se someten a las distintas formas que el derecho inventó para evitarlo. Entre unos y otros hay una honda diferenciación no solo a nivel económico sino de oportunidades laborales futuras: contrato laboral significa más experiencia. Así no puede hablarse de igualdad. Desde hace mucho estamos pidiendo una política laboral seria, que vaya más allá del ajuste de unos números y se concentre en todos los factores posibles.

Pero volvamos a los números, por ahora, la noticia principal: soñábamos nosotros el año pasado que con ese acuerdo podría empezar a hablarse del futuro del salario mínimo. Una nueva forma de fijarlo que tuviera en cuenta factores que incluyeran los sociales también: eso que en otros países ha dado en llamarse “salario básico vital”, uno que, por no ir muy lejos en su definición, le permita al estrato más bajo de la sociedad satisfacer sus necesidades mínimas y básicas: para ello debería haber criterios diferenciados, de campo y ciudad, de condiciones y matices. La pregunta queda abierta: ¿cuándo mediremos el alza en esos términos?

Por El Espectador

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