Partidos fuertes, partidos débiles

Es inmaginable lo que un partido consolidado logra hacer en la ciudadanía: la encarnación de una idea, el planteamiento de una agenda que la refleje, las posturas encarnadas en ciertos nombres, la consecuente representatividad que hará que una persona vote por un programa y no por un hombre. O por un hombre del que, finalmente, esté seguro que representará esa ideología que profesa.

El Espectador
13 de febrero de 2013 - 08:52 p. m.

Los partidos débiles generan prácticas macabras: baja representatividad, camarillas políticas, predominancia de las personas por encima de las ideas, amañamiento de las reglas electorales para que las conductas sigan, votos desinformados, en fin, mucho de lo que hemos vivido en nuestra historia republicana. Lamentable. Hoy podemos defender otra idea. No nosotros, pero sí algunos de nuestros representantes.

La Mesa de Unidad Nacional hará un debate esta semana sobre las elecciones que se vienen el año entrante. Ya el Gobierno, en cabeza del ministro del Interior, Fernando Carrillo, se ha negado rotundamente a bajar el umbral —elevado en 2009 del 2% al 3%— y a promover el transfuguismo. Y acierta, por ahora. Bajar el umbral, como piden algunos miembros de los partidos menos consolidados, o que no creen tener el caudal electoral suficiente, o que se han dividido (como sucedió al Polo con Progresistas), sería un golpe institucional tremendo. Sería legislar en causa propia. Sería, en suma, no estar a la altura de las circunstancias.

“No hay que premiar al que se divide”, dice Mónica Pachón, de Congreso Visible de la Universidad de los Andes. No podemos, agrega, darnos el lujo de querer salvar a los individuos por encima de los partidos, como siempre se ha hecho. Si quisieran tener umbrales más favorables, bien podrían acatar el sistema y optar, por ejemplo, a la Cámara de Representantes, donde los requisitos son menores. E ir de esa manera creciendo y fortaleciendo cada partido o movimiento.

El Gobierno parece tajante en su decisión de no rebajar umbrales, y eso está bien. Sin embargo, las razones que lo inspiran lucen vanas: parecen obedecer al temor a un fenómeno nuevo: el encabezado por Álvaro Uribe Vélez, un nombre gigante en cuanto a caudal electoral se refiere. Y cabe la suspicacia cuando el propio presidente Juan Manuel Santos, al referirse al transfuguismo en octubre pasado, dijo que había que hundirlo: “No podemos permitir que la U sea un partido desechable, que cuando no nos gusta lo que deciden sus mayorías, cuando no les hace caso a los caprichos de unos cuantos, pues cambiamos el partido por otro”. Una clara indirecta al expresidente Uribe y su intención de apadrinar a uno que otro senador de la U para las listas de su Centro Democrático. Lo mismo el umbral: harto le costaría a una lista no encabezada por el expresidente alcanzar los 400.000 votos. La decisión, entonces, es la apropiada, pero nuestro sistema electoral no puede depender del temor electoral.

¿La solución? Se hablará en la Mesa de Unidad Nacional de poder presentar coaliciones, cosa que es aceptable y que no riñe con las prácticas usuales en la mayoría de los países latinoamericanos. Eso sí, que la práctica se haga bien. Si un partido considera que tiene algún tipo de nombre, de honor o de ideología, se aliará con otro por razones programáticas y no de táctica electoral. ¿Soñamos mucho planteando este ideal? Tal vez sí, pero no creemos que una clase de teoría política les sobre a nuestros representantes.

Por ahora, el camino va bien. En teoría. Así sea por razones deleznables.

Por El Espectador

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