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Paseos millonarios

El terrible asesinato del agente estadounidense de la DEA James Watson, a manos de una banda criminal que hacía paseos millonarios, prendió, por fin, las alarmas sobre lo peligroso que es coger un taxi en la calle en Bogotá.

El Espectador
02 de julio de 2013 - 11:46 p. m.

Faltó eso, claro, para que autoridades policiales y gubernamentales se pusieran las pilas a ver qué pasaba. A ver qué podían hacer para generar planes de impacto, medidas grandes, investigaciones necesarias, preguntas relevantes.

No solamente fue el operativo (en esta ocasión rápido y concreto) que dejó tras las rejas a un puñado de personas presuntamente responsables, sino también el plan que los gobiernos nacional y distrital propusieron el día de ayer. Ya se habían acostumbrado los bogotanos a sentirse inseguros a la hora de coger un taxi, una cosa que otrora (y como en cualquier lugar del mundo en el presente) era imposible. Pero, más que cansados, estaban empezando a acostumbrarse: a pensar que esta era la única forma de hacerlo.

El debate lo abordaron los dirigentes desde los dos puntos de vista que deben primar: la ciudadanía, por un lado, cansada de la violenta forma en la que debe enfrentar el simple hecho de coger un taxi, y los taxistas, por supuesto, muchos de ellos expuestos a la delincuencia común, a los robos y a los homicidios. Era, sin duda, una bomba de tiempo. Lástima que necesitáramos la desafortunada muerte de un extranjero para ponernos a hablar de ello. Pero bueno. Las propuestas están a la orden del día.

Ambos gobiernos van a aportar un monto total de $60.000 millones para afiliar a los conductores de taxi a salud. Ellos deben comprometerse a afiliarse a pensiones. La idea, en general, es formalizar a los taxistas: que sean personas capacitadas, conocidas, sin antecedentes judiciales, que tengan prohibido no llevar a un usuario porque no va para donde ellos se dirigen, que puedan generar lugares de acopio conocidos por la ciudad, en fin, una suerte de puntos que debieron pensarse hace por lo menos diez años.

Los problemas son muchos. El proceso para elegir a un conductor es muy poco cuidadoso: muchos de ellos, incluso, se rotan de taxi en taxi, haciendo imposible en bastantes casos que la denuncia de la placa sirva para algo. El decreto 172 de 2001, ese que exige un registro de los conductores, está sin aplicar en la ciudad de Bogotá. El listado no existe.

Lo que tenemos aquí es un ejemplo perfecto de una realidad volátil que se ha ido desbocando sin reglas serias ni controles que le pongan un freno correcto. El resultado es que pocos lugares tienen una empresa confiable de taxi que lleve a sus usuarios y los de la calle se sienten como una moneda echada al aire en términos de seguridad: muchas veces es imposible coger uno en la calle, pese a que, cuando se unen, son capaces de paralizar las principales vías de la ciudad por su gran número.

Los taxistas, sin embargo, tampoco la tienen color de rosa. Si bien los homicidios han disminuido (algo que ellos mismos agradecen a la administración distrital), debe dejar de convertirse en el plan de cada día.

Por El Espectador

 

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