Prohibir, multar y castigar

A la voz de “Generar cultura ciudadana”, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, intenta reformar la vetusta norma del Código de Policía que opera desde 1970 en Colombia.

El Espectador
02 de octubre de 2014 - 03:32 a. m.

“Cultura ciudadana” es un concepto que se entiende, sobre todo, como un programa estatal que cambia los hábitos de quienes conforman un tejido social, echando mano de la propia y mutua regulación. Antes que el miedo a la norma y sus sanciones, decía el exalcalde Antanas Mockus, había que fomentar un reproche social, desde el exterior, y uno moral, desde el interior. Una serie escalonada de obstáculos que le impidan a un individuo, por distintas razones, cometer una conducta desviada. El resultado de la aplicación flexible de este tipo de programas es una sociedad caminando hacia el mismo lado.

Más bien poco de esta compleja filosofía jurídica vemos nosotros en la propuesta que radicó el ministro Pinzón el lunes de esta semana. Destacan, eso sí, las sanciones: para todo y por todo. A los que pelean en la calle y a los que se saltan la fila para acceder a un bus; a los que coman o fumen en un sistema de transporte masivo y a los que discriminen o echen piropos en la calle a una mujer. Muchas multas que van desde los 80 mil hasta los 650 mil pesos. Sumado todo lo anterior a unos 19 correctivos adicionales: clases obligatorias, expulsiones de lugares, amonestaciones, llamados de atención públicos y privados, policías entrando en un salón comunal para quitar la música. Toda autoridad administrativa podrá imponer los castigos: los policías andarán con talonarios y muy pronto veremos, sin sorpresa, que serán incentivados para llenar rápidamente las formas burocráticas que tienen a la mano.

Dicho de una forma práctica: todos debemos ser buenos a la fuerza. Por la orden de la autoridad competente y sin un lugar muy amplio para las excepciones. A las malas. Cosa que no desluce desde un punto de vista práctico: dirán los defensores de esta propuesta que las personas, al menos en un nivel muy superficial, empezarían a comportarse de la forma correcta. Que eventualmente todo puede mejorar. Pero dudamos bastante.

La cultura del incumplimiento de normas viene de siglos atrás. Está metida en lo que los sociólogos estudiosos del tema han llamado la “fatalidad”: verlo no como una falta o una perturbación del orden, sino como algo que hay que soportar. Algo tolerable. Algo, muchísimas veces, premiado socialmente. ¿No es así nuestra vida diaria? ¿No está así dispuesto nuestro orden del ‘vivo’ por encima del ‘bobo’? ¿Ese no es el tipo de vivencia que alentamos en escuelas, oficinas y andenes?

Algo más complejo que un puñado de prohibiciones (que pueden llegar a ser bastante autoritarias en ciertos casos) es lo que necesita este país para generar cohesión social entre sus habitantes. No es a través de la represión como nos vamos a volver más tolerantes los unos con los otros. Por ahora, el proyecto que cursa en el Congreso carece, sobre todo, de creatividad: es una propuesta simplista, aferrada a un ideal del cumplimiento irrestricto del derecho, cuestionable desde varios puntos de vista constitucionales y, probablemente, sin ningún efecto práctico: si hay algo insertado en la cultura colombiana, es que Estado y ciudadanía busquen conjuntamente el boquete para incumplir normas de este tipo y a plenitud. Si lo vemos en las contravenciones de tránsito, es fácil imaginarlo reproducido en el resto de prohibiciones futuras.

Cambiar una conducta cultural y generalizada requiere de un esfuerzo mucho más grande. ¿Seremos capaces?

Por El Espectador

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