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Las protestas de Anonymous

Sabemos del grupo Anonymous lo que ellos nos dejan ver. De ahí el nombre.

El Espectador
21 de agosto de 2011 - 01:00 a. m.

Se trata de una red mundial de hackers que protestan por distintas causas a través de internet, disfrazándose con una máscara de Guy Fawkes —más conocida por la película V de Venganza— y enviando mensajes que finalizan con el críptico lema: “no perdonamos, no olvidamos, esperadnos”.

El grupo comenzó en 2003 como un ‘meme’ —término cada vez más común para referirse a los fenómenos espontáneos de internet—, pero sólo en 2008 comenzaron sus ataques. El propósito: la defensa de la libertad. En Colombia se estrenaron, con fidelidad a sus principios, el 11 de abril de 2011, en reacción a la llamada Ley Lleras y su pretensión, bastante controvertida en la forma, de regular los derechos de autor en la red. Como “venganza” tumbaron la página del Ministerio del Interior y de Justicia. El 14 de abril hicieron lo propio con la página del Senado, el 15 de abril la página de la Presidencia y el 16 de agosto la del Ministerio de Defensa. Todo un éxito. No sólo en términos materiales, sino también simbólicos: siempre mandan un mensaje que hace pensar sobre la limitada condición ciudadana que ostentan los habitantes del mundo.

Hackers que hacen pensar y protestan por causas nobles, dirán algunos. Y sí, por lo menos bajo estos ejemplos podría pensarse algo por el estilo. Sin embargo, de lo que no se habla acerca de Anonymous es sobre su perfil de crackers: término referido a quien se vale de la red para hacer algún daño.

Instituciones caen a la sombra de Anonymous, pero también personas: el 20 de julio se tomaron la cuenta en Twitter del expresidente Álvaro Uribe para difundir un mensaje sobre la falta de independencia del pueblo colombiano. Lo mismo sucedió recientemente con la del presidente Juan Manuel Santos. Estas acciones empiezan a sonar más como una violación a la intimidad de las personas, a ese remanso que es intocable por cualquiera, ya sea Estado o particular. Y van más lejos: como cuando revelaron todos los datos de los empleados del amarillista The Sun inglés, que previamente conseguía sus noticias a través de ‘chuzadas’ e interceptaciones ilegales. Anonymous le aplicó la Ley del Talión, y aunque suene retributivo, esta práctica se erradicó hace siglos como forma de impartir justicia. No hay que pagar el mal con el mal. Algo va de protestar haciendo colapsar por minutos una página oficial, a revelar intimidades de figuras que, si bien públicas, merecen respeto a lo que manejan en sus vidas privadas.

Anonymous busca despertar al pueblo para que se levante por sus derechos, cosa que está bien y compartimos, pero suscita comportamientos errados en los ciudadanos e inspira a realizar conductas prohibidas. El caso que disparó el debate en Colombia fue el del robo de la cuenta de Daniel Samper Ospina, acto reprochable que no simboliza nada más que el mero vandalismo. El problema del anonimato es también ése (lo ha mencionado un experto como Pablo Arrieta): que cualquiera puede tomar la bandera de una causa noble y usarla para cometer actos ilegales y carentes de sentido.

El tema se levanta en torno a la libertad de expresión y la protesta, derechos reconocidos, pero no absolutos. Los gobiernos del mundo tendrán la responsabilidad de calificar estos actos hilando muy fino y armándose de razones poderosas y bien estructuradas, con el fin de no caer en el castigo o en el etiquetamiento absurdo de cualquier acto de desobediencia civil. Cómo, cuándo y por qué, deberán preguntarse siempre.

Por ahora Anonymous no se detiene. Debería hacerlo, no para que dejen de protestar —un derecho ganado con sangre a través de los años—, pero sí al menos para pensar: ¿qué lineamientos deben usar? ¿Qué formas legítimas aplicarán? ¿Cómo podrían continuar una labor que inspire a los ciudadanos? La distinción entre delincuentes y civiles que se paran por causas justas, más allá de todo gobierno, está en sus manos.

 

Por El Espectador

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