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Revocatoria en las altas cortes

Desde siempre este periódico ha defendido a los jueces de la República, empezando por sus más altos magistrados, porque en sus manos reposa la fortaleza de la democracia misma.

El Espectador
24 de abril de 2014 - 04:43 a. m.

En épocas pretéritas del terrorismo infame que también azotó esta casa periodística, El Espectador no ahorró esfuerzo alguno para clamar por la integridad de los jueces valientes y para exaltar la memoria de aquellos magistrados sacrificados, unos en el holocausto del Palacio de Justicia y otros en aleves crímenes que siguen en la impunidad.

Hoy la situación, lamentablemente, es diferente. De un sistema judicial respetable que, no obstante sus humanos yerros, era acatado sin reparos por la mayoría de los colombianos, hemos pasado a convivir con una justicia que no sólo no convence ni tranquiliza, sino que intimida. No en vano las encuestas sobre la percepción ciudadana frente a la justicia arrojan resultados deplorables: más de un 75 % opina que nuestros jueces no están cumpliendo a cabalidad sus funciones y, peor, que el ciudadano de a pie está desprotegido.

Un gran lunar de la Carta Política del 91 fue el diseño de un sistema judicial en el que a los más altos magistrados se les hizo partícipes de funciones electorales, con la esperanza de que con la intervención de funcionarios inmaculados se purificaran los vicios en los organismos de control. El experimento, sin embargo, ha mostrado su fracaso estruendoso, al extremo de que hoy pone en riesgo la supervivencia misma de las altas Cortes y de toda la justicia, mientras que los entes de control, en vez de mejorar, también se han involucrado en esa sofisticada corruptela.

El país asiste estupefacto a los recurrentes escándalos que se suscitan en las salas plenas de las corporaciones. Un grupo de jueces hace mal uso de los permisos y viaja en placentero crucero en compañía de la entonces presidenta de la Corte Suprema de Justicia y, vaya coincidencia, luego varios de estos viajeros se convierten en magistrados con el apoyo de su ilustre acompañante. Igualmente, varios magistrados han convertido las corporaciones en feudos nauseabundos, lo cual les permite salir de una corte y pasar a otra, como si la Rama Judicial fuese su hacienda personal. Recientemente se ha conocido que un magistrado de la Sala Penal se declaró tardíamente impedido para conocer del pleito del carrusel de la contratación, cuando debió haberlo hecho desde el inicio. A eso se suman las cuotas burocráticas con las que la Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo y la Auditoría General de la República han venido consintiendo la voluntad de los togados. En fin, sería interminable reseñar todos los hechos bochornosos que por desgracia suceden hoy en el Palacio de la Justicia.

Ese ambiente de clientelismo rampante, tráfico de influencias, decisiones amañadas para complacer a excolegas de la magistratura, muchos de ellos dedicados a la innoble tarea del cabildeo judicial, el favoritismo y hasta la politización de las decisiones judiciales, ha hecho metástasis. La justicia pasa por su peor momento y es urgente adoptar medidas que reparen el inmenso daño y encuentren el rumbo de la decencia y la recta administración de justicia que jamás debió haberse extraviado.

El Gobierno Nacional intentó una reforma a la justicia que por fortuna fracasó ante la indignación general que suscitó la constitucionalización de las canonjías y las prebendas. Llegó la hora de que el país se sacuda y adopte como solución a este gravísimo cáncer la revocatoria de todos los actuales magistrados de altas cortes, como lo ha propuesto desde hace meses en estas páginas nuestro columnista Ramiro Bejarano. El cómo se llegue a esta solución es asunto de carpintería, pero lo urgente e inaplazable es detener el derrumbe de una justicia que está al borde del abismo.

 

Por El Espectador

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