Con lo cual, como era previsible, el ambiente político en Bogotá se ha puesto al rojo vivo.
Las reacciones de parte y parte, si bien respetuosas (y no sobra aplaudir que así lo sean), no han dejado de ser fuertes y altamente debatibles.
La posición del alcalde —que es ya el comienzo de su defensa, en la que con seguridad se moverá como pez en el agua— ha sido plantear que el intento de revocatoria en realidad comenzó a gestarse desde el mismo momento en que ganó las elecciones y es promovido por sectores reaccionarios que han controlado la ciudad durante años. Que la revocatoria para la Alcaldía es en esencia un acto de intolerancia, un movimiento antidemocrático que pretende impedir que quien salió legítimamente elegido pueda gobernar, que quien dejó las armas para entrar en el juego democrático pueda jugar dentro de la legalidad. Además, claro, de plantear una batalla de ricos contra pobres.
Como discurso de defensa puede que resulte efectivo el argumento, pero carece de consistencia. No sólo porque Gustavo Petro no es el primer alcalde de izquierda elegido en la capital sino el tercero en línea, en las que no precisamente han sido administraciones ejemplares; también porque la revocatoria es un mecanismo de participación ciudadana legítimo y, por tanto, calificarlo de antidemocrático es algo menos que delirante.
Pero, claro, una cosa es la legitimidad del mecanismo y otra muy distinta su conveniencia. Y en este caso resulta a todas luces inconveniente. Comenzando porque el sustento para plantear la revocatoria es meramente político: no corresponde a lo que la ley exige —esto es, incumplimiento del programa de gobierno—, sino a la percepción de que ha sido una mala administración. Así, más que un balance de corte técnico del plan de gobierno, el debate se ha montado sobre opiniones políticas, ideológicas y, sobre todo, polarizantes. De donde es fácil colegir que esta es una revocatoria con un objetivo de beneficio político particular más que pensada por el bienestar de la ciudad.
Peligro que se quiso evitar cuando se reformó este mecanismo de participación ciudadana. Sí, se aliviaron los requisitos que hasta ahora han hecho imposible que una revocatoria tenga éxito. Pero también se determinó, precisamente para evitar que fuera utilizada con propósitos políticos, que no se pudiera hacer durante el primer año de gobierno ni en el último, cuando ya sería parte del debate electoral de sucesión. La revocatoria actual no viola esas reglas, pero igual mantiene los propósitos que se querían evitar.
Lo peor de este proceso, sin embargo, es su inoportunidad. Bogotá viene de un largo período de parálisis, con una última administración que hizo poco o nada salvo llenarles las arcas a unos cuantos delincuentes de cuello blanco. Y puede que no se esté de acuerdo o el camino que ha propuesto el alcalde sea realmente malo, pero hay camino. Llevar a la ciudad a un ambiente de polarización, de ataque y defensa más allá de los programas puntuales, solamente llevará a prolongar la parálisis por mucho tiempo más, y la ciudad está al límite del aguante. Un acompañamiento fiscalizador y propositivo al alcalde, como el que ha planteado por momentos el presidente Santos y deberían apoyar sus funcionarios, sería mucho más conveniente para la ciudad que la confrontación con fines electorales.
No es, pues, antidemocrática ni ilegítima esta revocatoria, pero sí sumamente inconveniente.