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Sin alcalde

Al mediodía de ayer la Sala Disciplinaria de la Procuraduría General de la Nación ratificó la decisión de Alejandro Ordóñez de destituir e inhabilitar por 15 años al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro.

El Espectador
13 de enero de 2014 - 11:06 p. m.

La Procuraduría consideró que el recurso de reposición interpuesto por el equipo jurídico del alcalde no era lo suficientemente contundente como para controvertir su decisión o cambiar su criterio sobre la gravedad que vio en las fallas del manejo de la basura en diciembre de 2012. Una verdadera crisis de interinidad se le viene encima a una ciudad que, otra vez, se quedó sin mandatario. Lo que pasa es muy grave, en cualquier escenario posible.

Cuando Juan Manuel Santos firme el acto administrativo que se hizo público ayer (estas líneas se escriben cuando aún no lo ha hecho), la capital del país entrará en el juego político de quién reemplazará al alcalde Petro, de cuándo habrá elecciones, de cuál será su destino. No puede ser que en eso se le vaya el tiempo a esta ciudad. De nuevo, por demás.

Arrogante, Alejandro Ordóñez, por un lado: dejó intacta su decisión pese a los serios cuestionamientos (tanto políticos como jurídicos) que se manifestaron contra su fallo. Queda, además, un precedente de desborde de poder institucional muy grande, uno que él mismo se encargó de mostrarnos a todos: el hecho nada soslayable de que un funcionario disciplinario pueda irse en contra de la voluntad popular, sin un juez de por medio. Ordóñez dice que cumple lo que la ley le ordena hacer. Puede ser. Pero deja un sinsabor muy grande en la boca cuando comete actos como este, desbordados, que demuestran una fisura bien grande en cuanto al diseño institucional de la entidad que dirige. Ya estiró mucho la cuerda: un buen día de estos se le va a romper y la democracia se encargará de corregir el camino.

En cuanto a lo jurídico, desde un principio lo dijimos, el fallo es desproporcionado: a título de dolo y de culpa gravísima, queda para la historia que el alcalde Petro quiso meter a la ciudad en esa problemática de la basura regada por tres días. Y eso no fue así. Históricamente no, al menos. Si bien mucho se debió a la arrogancia del alcalde y a su forma muy particular de controvertir a sus malquerientes, fue evidente que su intención no era dañar a la ciudad.

Es más, si de intenciones hablamos —y lo dijimos, también, durante todo su mandato—, las de Petro, en términos generales, sí buscaban una ciudad mejor y más justa. Es una lástima que hoy no pueda ejecutarlas, ya no por razones de su forma de gobernar, sino porque cortan de tajo su mandato y su carrera política. ¿Qué le queda al alcalde? Aparte de lo que hizo ayer, convocar personas en la Plaza de Bolívar, a través de grupos que hablen de un cambio (posiblemente una pequeña constituyente) para el país, y de insistirles a otros funcionarios que desconozcan lo que exige el fallo de la Procuraduría, el alcalde destituido, más allá de decir que se quedará por unos días al frente de la ciudad, no tiene más opciones reales. Su camino se veía cerrado desde un principio. Muy sagaz, el procurador no esperó un día más para evitar que cogiera carrera la estrategia política que Petro había capitalizado: que la ciudadanía refrendara el mandato en las urnas. Nada afectaría jurídicamente el fallo, pero sí sería muy difícil salir a reafirmar su postura con una ciudadanía que, pese a las fallas en el sistema de basuras, quería al alcalde.

Esa tesis ya no prosperará. Lo único que se vislumbra en el horizonte es la escasa probabilidad de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos otorgue las medidas cautelares que Petro solicitó.

Con todo, hay una ciudad abandonada. Un funcionario elegido democráticamente con su carrera política segada por un fallo disciplinario. Y una entidad cuyo diseño debe discutirse. Ojalá, repetimos, la democracia misma sepa corregir el rumbo. Bogotá y el país merecen más que esto.

Por El Espectador

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