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Suicidios

Quitarse la vida puede —y de entrada debe— pensarse como un acto personal, íntimo, de pleno derecho: a nadie más, sino a uno mismo, atañe el hecho de disponer sobre la existencia propia.

El Espectador
31 de enero de 2015 - 04:00 a. m.

Un clásico argumento liberal: poder elegir, entre muchas otras opciones, acabar con todas de una vez. El argumento suena razonable.

Sin embargo, el suicidio representa más que un daño voluntario contra uno mismo; es un problema de salud pública global, que está asociado a muchos factores que, de ser mirados con detenimiento, podrían evitarlo. No se trata eso, por supuesto, de una ruptura de la esfera de la autonomía: antes bien, la intervención es algo que debe darse en los términos de la medicina preventiva: como los impuestos al tabaco, como los precios altos de las bebidas dulces. Penalizar los intentos de suicidio es un exabrupto ético. Pero evitarlos, promoviendo campañas educativas y acometiendo medidas de salud pública, es un deber estatal.

El tema vuelve a ser debate en este país cuando, en menos de ocho horas, dos muertes por mano propia fueron los titulares de los medios de comunicación: Gabriel Navarro Bustamante, hijo del líder político Antonio Navarro Wolff, en Bogotá, y luego el conocido presentador de noticias locales Juan David Arango, en Medellín. Dos tragedias seguidas que lamentamos bastante. Desde esta casa expresamos toda nuestra solidaridad con los familiares y amigos afectados.

Pese al despliegue de los medios sobre ambas noticias, el fenómeno de quitarse la vida es mucho más generalizado de lo que se piensa. Y es mundial: de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, cada 40 segundos una persona se suicida en el mundo. En Colombia la estadística es más o menos así: por año se dan en promedio entre 1.700 y 1.900 casos. El acto de suicidarse se lleva a un millón de personas en el planeta.

¿Cómo se frenan estos números? ¿Cómo los estados pueden ahorrarse esta tragedia (en apariencia colectiva) que se multiplica con el correr del tiempo? Primero hay que revisar los factores más comunes, a manera de prevención: la depresión, la ansiedad, las consultas reiteradas a los médicos por nerviosismo crónico, los conflictos en las familias, la insatisfacción con los logros personales. No es descabellado hablar del suicidio cuando una conducta de estas, o todas juntas, empieza a ser reiterada en una persona cercana. Hablar del tema es un tabú que esta sociedad debe levantar pronto: no solo por parte de quienes componen el círculo social de la persona, sino por parte de ella misma. Es impensable que alguien que esté pensando en suicidarse no acuda a un centro médico a pedir la ayuda necesaria, ni tampoco es razonable que no se la brinden o no estén capacitados para hacerlo.

La depresión o la ansiedad son temas que deben tomarse en serio, como enfermedades y no como malos ratos, como asuntos para enfrentar y no como “debilidades” de ciertas personas. Esa cultura del “macho” debe acabarse ya: la conducta ya generalizada en la sociedad colombiana es precisamente lo que impide a alguien referirse al tema, explorarlo, mirar sus causas, cuidarlas.

Mucho es, entonces, lo que tienen que hacer los sectores de educación y salud en este tema: empezando desde la infancia, sin tabúes innecesarios, sin trabas dogmáticas. Solo entonces el suicidio podría ser en verdad una decisión individual, un derecho. Se nos hace tarde.

 

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Por El Espectador

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