Treinta años de una violencia que no superamos

El Espectador
15 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
Incluso hoy, con sentencias internacionales en contra del Estado y con proyectos de reconocimiento de la responsabilidad, es poco lo que se sabe sobre los asesinatos contra los defensores de derechos humanos.
Incluso hoy, con sentencias internacionales en contra del Estado y con proyectos de reconocimiento de la responsabilidad, es poco lo que se sabe sobre los asesinatos contra los defensores de derechos humanos.

El domingo pasado se cumplieron 30 años desde que unas 3.000 personas salieron por las calles de Medellín, portando pancartas en favor de la vida y rechazando los recientes asesinatos de líderes sociales. Aquella Marcha de los Claveles sería, tristemente, el preludio para el recrudecimiento de la violencia contra los defensores de derechos humanos por parte de los paramilitares y miembros del Estado. De manera angustiosa, los activistas de la región llevan los últimos dos años denunciando que algo similar parece estar ocurriendo de nuevo, ante la inacción de las autoridades. ¿Vamos a permitir que se repita esta época perversa de la historia nacional?

Como contamos en la edición dominical de El Espectador, lo ocurrido en 1987 fue el preámbulo de una violencia que se extendió por el país como una epidemia. En los seis meses entre julio y diciembre de ese año asesinaron a 17 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia, a los principales líderes del Comité de Derechos Humanos del departamento y a los dirigentes representativos de la Unión Patriótica y la Juventud Comunista.

Fueron, además, asesinatos que pesan en la conciencia nacional, no sólo por su nivel de abrumadora violencia, sino por la impunidad que los rodeó y la aparente complacencia de las autoridades.

Perpetrados principalmente por el clan de los Castaño, aliados con un grupo que después se consolidaría como las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), los asesinatos difundieron el temor entra la sociedad antioqueña, crearon la sensación de que el departamento y su capital eran tierra de nadie (o, mejor, de los criminales) y luego se vieron reproducidos en todo el país con el cruel exterminio de los políticos de la Unión Patriótica. La respuesta del Gobierno, tanto el nacional como el regional, fue lenta e ineficiente, y la impunidad terminó de condenar los casos al olvido institucional.

Incluso hoy, con sentencias internacionales en contra del Estado y con proyectos de reconocimiento de la responsabilidad, es poco lo que se sabe sobre los asesinatos contra los defensores de derechos humanos.

Y, aún así, la lucha de los líderes, en aquel entonces y hoy día, persiste. Como le explicó a El Espectador Raquel Mejía, integrante en esa época del Partido Comunista, “nunca nos detuvimos, pues el lema siempre fue ‘si nos van a matar, pues aquí estamos’”.

Lastimosamente, incluso después de un proceso de paz exitoso, los siguen matando. La semana pasada se presentó el Informe semestral sobre la situación de los defensores de derechos humanos en Antioquia, realizado por Nodo Antioquia y la Coordinación Colombia, Europa, Estados Unidos. Los resultados son tenebrosos: en lo que va corrido del año se han registrado diez homicidios de líderes sociales en el departamento. Entre las regiones más críticas de Antioquia están el Valle de Aburrá y Urabá. El 30,6 % de las 111 agresiones, según el informe, son cometidas por la Fuerza Pública.

Pero las coincidencias con el pasado no se detienen ahí. Además de tratarse de víctimas que dedicaron su vida a la defensa de los derechos humanos, los perpetradores son grupos muy similares a los paramilitares, aprovechándose de los vacíos de poder que quedaron después de la desmovilización de las Farc y que el Estado no ha podido suplir. La actitud de las autoridades, a veces partícipes de las agresiones, y en la mayoría de los casos incapaces de combatir la impunidad, es lamentable.

La historia ha dejado muchas lecciones dolorosas a Antioquia y a Colombia. Que recordarlas sirva para detener nuevas tragedias antes de que sean incontenibles.

 

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Por El Espectador

 

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