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El Gobierno y las Farc anunciaron este jueves uno de los acuerdos más complejos en el proceso de paz, relacionado con los mecanismos para darle estabilidad y seguridad al eventual acuerdo final. Por fin el país puede debatir con una propuesta más concreta sobre los mecanismos concretos para aterrizar y blindar lo pactado. Aunque quedan preguntas esenciales en el aire, y en Colombia hubo varias críticas que no pueden desestimarse con facilidad, la solución acordada, si se implementa como se ha prometido, puede ser una excelente herramienta para garantizar el éxito del posconflicto.
La primera reacción entre varios congresistas fue sentir que el acuerdo se está saltando al Poder Legislativo por completo, supeditándolo a todo lo pactado en La Habana. Esa posición es importante matizarla por dos razones. Si bien es cierto que, en palabras del Gobierno, el acuerdo final (cuando sea que se firme) deberá entrar al ordenamiento jurídico en forma de ley ordinaria “con votación por aprobación o improbación de todo el texto”, de todos modos el Congreso tendría la potestad de echarlo para atrás en su totalidad si considera que hay razones fundadas para hacerlo. Claro, los congresistas no podrán hacerle modificaciones a lo pactado, pero ¿de verdad alguien esperaba que se reabriera la mesa de negociación en el Congreso?
Con todo, si el Congreso decide aprobar el acuerdo final, éste entrará al bloque de constitucionalidad y servirá como marco para todas las leyes y reformas que tendrán que desprenderse de lo pactado. Cierto, a primera vista parecería un asalto para maniatar el Poder Legislativo, pero el diablo está en los detalles: serán los congresistas los encargados de diseñar el país del posconflicto, responsabilidad nada menor y que les dará, esperamos, amplia voz y voto en una parte esencial de todo el proceso. Esto, claro, asumiendo que el acuerdo final, que no conocemos aún por obvias razones, no los ata por completo con reformas muy específicas. Pero incluso si eso ocurriese, los congresistas tienen la potestad para simplemente no aprobar todo el texto, con todo lo que eso implica.
La segunda crítica ha sido por la refrendación. En eso seguimos en vilo, pues en La Habana no hay un acuerdo sobre el tema y además la Corte Constitucional no se ha pronunciado sobre el plebiscito. Sin embargo, hay buenas señales: por primera vez en estos años, las Farc han manifestado la importancia de que los ciudadanos tengan la última palabra. El Gobierno, a su vez, sigue prometiendo que no habrá aterrizaje del acuerdo sin la voluntad popular. Y hay un compromiso, por lo menos político, de que los mecanismos del acto legislativo para la paz que se tramita en el Congreso no entren en vigencia hasta que se vote afirmativamente el plebiscito. Así debe ser. Ahora, si la Corte decide tumbar la refrendación, ojalá las partes no usen eso como excusa para hacerle el quite a la voluntad popular. El acuerdo necesita la legitimidad política que solo la refrendación directa le puede proporcionar.
El tercer punto de debate es sobre la inclusión de la palabra “único” en el acto legislativo, refiriéndose a que el acuerdo solo podrá ser revisado una vez por la Corte Constitucional y que no esté supeditado a innumerables pleitos jurídicos. Más allá de la constitucionalidad de esa medida, y con mayores explicaciones pendientes del Gobierno para entender el propósito detrás de esa medida, lo que sí es importante es ver que el Poder Judicial también podrá decidir si la propuesta de implementación tiene cabida o no en el ordenamiento jurídico colombiano y si los cambios son una sustitución de la Constitución o, más bien, el método más adecuado de darle seguridad a lo pactado.
La confianza será clave para el posconflicto, y el compromiso del Estado, si en efecto ya se firma el fin del conflicto, no puede depender de quienes ocupen la Presidencia y el Congreso en los años siguientes. A primera vista, esta propuesta es un buen paso para darle solidez al acuerdo, siempre y cuando se respete la institucionalidad.
Y no hay que dejar pasar el gesto de una guerrilla aceptando, por fin, reconocer que hay reglas de juego que todos debemos respetar para vivir en paz. Hay motivos para tener esperanza.
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