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Un buen propósito

Este podrá ser un comentario dedicado por completo a los giros y las volteretas del candidato Óscar Iván Zuluaga esta semana frente al proceso de paz que se discute en La Habana: que no lo quiere como está y que lo suspendería, de asumir la Presidencia, para reevaluarlo, dijo en un principio.

El Espectador
01 de junio de 2014 - 03:00 a. m.

Tras llegar a un acuerdo para la segunda vuelta con la excandidata Marta Lucía Ramírez, dijo que tal vez sí, que mejor seguir la negociación. Luego, 24 horas después, volvió a lo mismo: no, no y no.

Pero resulta mucho más provechoso centrarnos en el propósito de este proceso de paz en curso. Porque la firma de un acuerdo en el papel no es lo que está en juego. Ni siquiera la infinita discusión de si darle a un jefe cinco o siete años de cárcel o si va a poder participar en política o no. Bastante tiempo y paciencia se nos han ido en ese debate, al cual ni le ha llegado su momento en la mesa ni es algo que se pueda decidir por fuera del acuerdo íntegro. Depende de lo que se pretenda conseguir, y cómo, el nivel de la concesión de la sociedad para su retorno a la civilidad. Elemental.

Algo sí dejó la “voltereta”, sin embargo, y es la claridad de que este proceso ha entrado en un punto de no retorno. Que se trata de una gran oportunidad, real, para conseguir lo que la Constitución manda y dicta: la paz, un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Pero por sobre todo que, como se ha diseñado y negociado, la paz no llegará con la firma de un acuerdo sino con la implementación de lo acordado, que es, ni más ni menos, la transformación del país que el conflicto ha impedido en 50 años, y más, de guerra casi permanente. De eso se trata. Y por eso mismo, desde ya —y sin soslayar que aún falta mucho camino, que los puntos que restan son los más difíciles, que todo podría terminar en otra frustración—, debe comenzar la tarea de prepararse para el día siguiente a la eventual firma de ese acuerdo.

Con ese propósito, esta semana estuvieron en Colombia expertos internacionales en el estudio tanto de la implementación de acuerdos de paz en el mundo como, en particular, de procesos de participación de las comunidades, para comenzar a diseñar eso que el alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, ha llamado la “paz territorial”, espíritu central de la negociación.

La verdadera paz está ahí, en esos procesos de participación definidos desde las regiones, pero articulados por el Estado. Un plan de paz que se piense imponer desde el centro sin tener en cuenta las realidades regionales es un llamado a la desconfianza, a la prevención y, por ende, al fracaso. Pero, a la vez, una participación desfasada de un plan nacional sería un camino de dispersión. Son, claro, muchas las preguntas fundamentales para el diseño de ese plan: ¿Quién tiene la representatividad local? ¿Cómo se integrarían las Farc en el proceso? ¿Cómo garantizar la seguridad de quienes asuman el liderazgo? ¿Cómo evitar la frustración de una participación sin decisiones o, peor, sin ejecución? Y muchas más. Pero esto va en serio. Es la puerta abierta. Acaso la única posible.

Hablaba uno de estos expertos de la importancia de los “diálogos improbables”, esos entre quienes no tienen puntos de acuerdo. Cuánto bien le harían a este proceso, hoy y ahora, unos cuantos de esos “diálogos improbables”. De cara a la decisión que los ciudadanos tienen en sus manos dentro de dos semanas, nos parece urgente que los negociadores de parte del Estado se puedan sentar con la mitad del país representada por Óscar Iván Zuluaga para que se sepa y entienda cuál es el fondo de todo este asunto. Ese sería un paso significativo para poner la discusión donde debe estar y para que podamos seguir soñando que, entre todos, podremos llegar al país en paz que esta ciudadanía vulnerada una y mil veces se merece. Sin volteretas en el vacío.

Por El Espectador

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